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myriam albeniz

Tragedias que nos desgarran el alma

Estoy tristemente seg ura de que otro verano negro para la violencia machista se dispone a dar comienzo. Después le seguirá el otoño y, más tarde, el invierno. Así, hasta el infinito. Y la siniestra lista de cadáveres irá aumentando en tanto en cuanto no se aborde este escalofriante fenómeno desde su raíz, que no es otra que la todavía vigente desigualdad real entre hombres y mujeres en nuestra sociedad. Atendiendo a las cíclicas encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), diríase que este problema tan sangrante no ocupa el lugar prioritario que, sin duda, merece entre las preocupaciones de la ciudadanía española. Aun así, el reciente y alarmante repunte estadístico parece que por fin está removiendo las entrañas de nuestra sociedad. Por desgracia, y a tenor de los resultados obtenidos, las sucesivas tomas de medidas legislativas y gubernamentales, aunque ayudan, no es ni mucho menos suficiente, como demuestra la deriva de los acontecimientos desde la aprobación de la Ley contra la Violencia de Género.

Se impone, por lo tanto, una reflexión sobre el origen del mal, que no es otro que la falta de igualdad verdadera entre ambos sexos. Es esa descompensación tan arraigada en nuestros entornos la que es necesario extirpar desde la pedagogía en la infancia y la adolescencia. De lo contrario, seguirá dando fruto y, unida a la perversa colaboración de determinadas plataformas publicitarias y medios de comunicación, provocará que cada año salgan de las aulas generaciones de jóvenes incapaces de distinguir el maltrato aunque lo tengan delante de su rostro, y que promociones enteras de chavales vean perfectamente normal el hecho de controlar a sus parejas en ese espeluznante universo virtual en el que están inmersos. Hay una vía óptima para hacerles entender que la vida no es eso y que las relaciones humanas han de basarse en el respeto mutuo y en el rechazo al modelo de superioridad de los unos sobre las otras: la educación escolar y familiar. 

Hace apenas un mes que confesaba en otro de mis artículos mi absoluta incapacidad para comprender actuaciones de este tipo, así como mi voluntad de no tratar de encontrarles una explicación, porque de sobra sé que no la hay. Ya no me resisto a aceptar que la maldad existe, por muy desgarrador que me resulte. Ya no achaco al extravío ni a la enfermedad mental el origen de actuaciones tan horrendas que, cuando llegan a mi conocimiento, me noquean. Ya no me cuesta admitir que no todas las conductas tienen una respuesta razonable, ni me supera el hecho de que entre nosotros haya gente mala que no padece ninguna patología física ni psíquica, sino que encarna la maldad por la maldad, al margen de cualquier otra consideración.

Precisamente por ello, estoy convencida de que este cruel sinsentido no se solucionará únicamente incrementando los indicadores de riesgo o implementando nuevos protocolos institucionales, por más que sean una contribución y se valore la buena voluntad que les acompaña. En cambio, impartir en las aulas desde las edades más tempranas una asignatura con carácter obligatorio y para todos los niveles formativos sí puede resultar sumamente efectivo, porque los valores que se transmitan a las nueva generaciones conformarán a buen seguro su comportamiento en la edad adulta. En este sentido, las propuestas de los expertos aluden a la formación del profesorado, a los contenidos curriculares, a la implicación del alumnado y a la colaboración parental. Pocas tragedias como ésta conllevan una responsabilidad tan colectiva y, puesto que lamentablemente no podemos devolverles la vida a quienes se les ha arrebatado del modo más cruel, afanémonos en evitar que otras víctimas se vean abocadas a unos finales tan inhumanos, recurriendo para ello a la educación como la mejor opción para combatir la desigualdad de género y la violencia que de ella se deriva, y con la esperanza puesta en rebajar esta cuota de monstruos que nos desgarran el alma  

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