Nosotros los habilitados, somos funcionarios de carrera seleccionados por el Estado que desarrollamos nuestro trabajo en ayuntamientos y otras entidades locales como diputaciones. En nuestros inicios, es decir, superada la oposición y el curso selectivo, hoy convertido en máster, peregrinamos por la geografía española buscando un lugar donde asentarnos que no diste mucho de nuestra residencia, y que al mismo tiempo nos ofrezca un ayuntamiento en el que las condiciones sean mínimamente atractivas. Al fin y al cabo, tras una media de dos años estudiando, entre cronómetros, para cumplir con los tiempos del examen oral y temarios para el aprendizaje, qué menos que acceder a un puesto de trabajo que te permita realizarte profesionalmente con unas mínimas condiciones.

Una de las cosas más bonitas de esta profesión es que, sea cual sea tu destino podrás aportar tu granito de arena a la mejora de la organización en la que trabajes. Lidiamos cada día con la normativa cambiante, cuando no errante, y con la escasez de medios personales para dar cumplimiento a todos los cometidos que las leyes nos asignan y la ciudadanía nos exige. Y todo ello en un mundo en constante evolución que nos reclama una adaptación continua, como no puede ser de otra manera.

Ocupamos la cúspide de la pirámide administrativa, aunque en ocasiones esa cúspide sea minúscula. No olvidemos que vivimos en un Estado en el que la mayoría de los municipios son de pequeño y mediano tamaño y en proporción suelen ir las organizaciones que los gobiernan.

Municipios muy distintos en su organización, nacida de su autonomía, en virtud de la cual podemos ser tan diferentes de otros pero tan iguales en lo esencial. Y en esa igualdad tan diferenciada estamos también nosotros, los habilitados, que ocupamos más o menos puestos en esas administraciones, en función de criterios como la población y el presupuesto de éstas.

Los habilitados tenemos en común el desempeño de funciones reservadas por ley, aunque dependiendo del puesto, las tareas y responsabilidades son unas u otras. Somos empleados públicos con un régimen propio y diferenciado. Pero también nos distinguimos entre nosotros porque en función del consistorio en el que ejercemos nuestras funciones, podemos encontrarnos con otras que nos toca desempeñar por falta de personal a quien asignarlas.

Uno de los inconvenientes de nuestro trabajo es que vivimos profesionalmente expuestos a la pena de banquillo, quizás más que otros funcionarios, por ocupar ese lugar de honor en la pirámide administrativa. Esta pena se agrava cuando, al enfrentarnos a la investigación correspondiente, descubrimos que quienes nos investigan no conocen demasiado bien cuáles son nuestras funciones. Sin embargo, deben decidir si en el marco de las mismas hemos actuado de manera diligente.

Y precisamente en el ámbito de nuestras atribuciones, y a pesar de la presunción de relevancia de las funciones que el ordenamiento jurídico nos reserva, en ocasiones se nos sorprende con lindezas como la manifestada recientemente por la Junta Consultiva de Contratación Pública del Estado, que nos ha recordado a los secretarios que debemos informar los contratos menores, esos de escasa cuantía que, a pesar de ésta, nos tienen tan ocupados que tal vez nos estén quitando el tiempo necesario para informar convenientemente otros de elevada cuantía. ¿No les parece un sinsentido?

El mismo sinsentido que el de exigir a los interventores la remisión de documentación a distintos órganos externos y a través de plataformas diferentes. Lo cierto es que mientras dedican su tiempo a estos menesteres no pueden dedicarse a funciones de mayor enjundia, para cuya realización ellos son los más capacitados.

Somos secretarios-interventores, secretarios, interventores y tesoreros, aunque podemos recibir otras denominaciones, fruto de esa capacidad de autoorganización de la que hemos hablado. Pero también del hecho de pertenecer a un municipio de gran población. En este caso, la cosa se complica, incluso nos han desprovisto en ellos de ciertas funciones reservadas para liberarlas y abrirlas al resto del funcionariado de titulación superior.

En cualquier caso, ser habilitado te da la oportunidad de aprender cada día sobre diversidad de cuestiones, te garantiza la ausencia de aburrimiento en tu jornada de trabajo y te hace sentir que puedes mejorar las cosas, aunque haya retos que debamos posponer o tratar de alcanzar en otras organizaciones, porque la movilidad es otra de esas ventajas que nos ofrece nuestro régimen jurídico.

Somos un colectivo al que, como dijo un compañero, le quitaron el cuerpo pero no el alma. Y en el alma llevamos clavado, las secretarias de ayuntamiento, el desconocimiento de nuestra profesión, sobre todo cuando se nos confunde con la secretaria de alcaldía, lo que resulta más probable cuando el puesto lo ocupa una mujer joven.

Es la nuestra una oposición de cierta dificultad, aunque alcanzable en una media de dos años. ¿Y qué son dos años de estudio en toda una vida llena de emociones? Ser habilitado merece la pena.