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Juan Lagardera

NO HAGAN OLAS

Juan Lagardera

Bulevares

La ciudad de València ha sido durante décadas campeona mundial del tráfico fluido. En los 80, el ingeniero Victoriano Sánchez Barcáiztegui impuso un modelo de circulación rápida para el tráfico rodado. Su máxima, asumida entonces por el gobierno socialista y, más tarde, por el popular, consistía en reflexionar junto a los políticos sobre las nefastas consecuencias electorales de los atascos en la ciudad. Valencia se dotó entonces de un modernísimo centro de control del tráfico y una empresa valenciana, pionera en investigación electrónica, Etra –ahora en manos de ACS–, empezó a fabricar los mejores semáforos inteligentes de Europa.

Salvo el habitual colapso en el párking del Corte Inglés, por la capital valenciana se pudo empezar a rodar a todo trapo, máxime cuando Victoriano semaforizó las entradas a la ciudad ralentizando el acceso a la misma: Valencia se libraba de la lentitud pero las colas se alargaban los domingos en la autopista del Saler o entre semana en las pistas de Ademuz o Silla antes de las 9 de la mañana. Hubo, incluso, un intento por parte de Unión Valenciana de transformar las grandes vías para llevar la circulación por el centro de la calzada, ampliando aceras al modo de bulevares, vana propuesta que solo alcanzó un tramo de Blasco Ibáñez, pues se consideró que con esos cambios se entorpecían los giros circulatorios.

Los valencianos nos acostumbramos a ser como los ciudadanos de Los Ángeles, California, habitantes de una conurbación sin centro y surcada de autopistas donde todo el mundo se desplaza en automóvil para cualquier movimiento. Acomodados, solemos aparcar en doble o triple fila a la puerta de nuestro destino, da igual, dada esa manía antipedestre que el uso y abuso del coche ha provocado en nosotros, vecinos valentinos. Así éramos, una ciudad llana, con tres universidades públicas y miles de jóvenes, con nueve kilómetros de playas urbanas y dos parques naturales en su término municipal… a pesar de lo cual, el uso de la bicicleta –incluso el de la moto– era prácticamente inexistente y donde no era posible, siquiera, la costumbre del paseo peatonal, tan valenciana, al no existir ningún circuito de aceras libre de coches en la ciudad, ni siquiera en la antigua Alameda, creada en su momento como una avenida salón por donde andar y socializarse.

Paralelamente, sobre el tranvía y el trolebús, los dos medios de transporte colectivo de la primera revolución industrial valenciana, pesó una absurda maldición. Los valencianos querían metro para equipararse a Madrid y Barcelona, sin tener en cuenta el enorme coste del mismo, y consideraron subalterno el tranvía porque provocaba muchos accidentes. En vista de aquella opinión pública el regreso del tranvía se hizo con timidez, sobre la antigua plataforma del trenet a la playa de la Malvarrosa, un error estratégico que ha imposibilitado la recuperación de este medio de transporte, mucho más barato y eficiente que el suburbano para las distancias cortas y medias, las mayoritarias en València.

Como sabe el vecindario, las cosas han cambiado mucho desde la llegada al gobierno capitalino del alcalde ciclista Joan Ribó y su concejal de movilidad, el ecologista napolitano Giuseppe Grezzi. Entre ambos han llenado la ciudad de carriles para bicicleta, bloqueando al automóvil incluso en la más céntrica calle comercial, Colón. Cierto que el impulso originario fue la llegada de Valenbisi a la ciudad, todavía bajo mandato de Rita Barberá, pero la revolución de los carriles aprovechados tanto por las bicicletas como por los peligrosos monopatines, se debe a ellos. Una revolución sin muchas explicaciones y sin didáctica cívica, a golpe de impulso más que de planificación, y sin tener en cuenta para nada los aspectos estéticos de la propuesta. Corolario de esa política ha sido la peatonalización parcial de la emblemática plaza del Ayuntamiento con un proyecto de nivel mediocre en cuanto a diseño urbano. La ciudad no solo es historia y función, es también arte y plasticidad.

Pero como en el consistorio existen dos gobiernos paralelos fruto de la coalición al mando, ahora le ha tocado el turno al departamento socialista de desarrollo urbano –antes urbanismo–, desde donde ha surgido la propuesta para semipeatonalizar la ronda, entre la plaza de toros y el IVAM, creando un bulevar verde y peatonal que han bautizado como «cultural» con cierta pedantería. La idea es, por lo demás, de una importancia vital para la ciudad y se asemeja a la gran operación urbanística que llevó a cabo la ciudad de Viena en su anillo circular, el Ring, por el que precisamente circula un tranvía que une los grandes museos y centros musicales de la antigua capital imperial.

La ronda de València que circunda el itinerario de la antigua muralla, cuenta justo con el espacio de mayor calidad arquitectónica y monumentalidad de toda la ciudad, la gran confluencia espacial que constituye la vienesa Estación del Norte con la plaza de toros de aires romanos, edificaciones notabilísimas enmarcadas por otras de valor como la antigua Unión y el Fénix de Enrique Viedma, el Carbajosa de Luis Albert, el instituto Luis Vives, la Finca de Hierro, el antiguo hotel Metropol y diversas obras firmadas por arquitectos de la talla de Goerlich o Pecourt.

El problema ahora no reside en la idea, ni en la bondad de los ‘renders’ o dibujos con los que los creativos seducen a sus clientes, sino en acertar con un proyecto de envergadura y la suficiente calidad para que aporte valor a un entorno urbano tan sensible y no lo estropee como ha ocurrido en la plaza del Ayuntamiento. Y ello porque los políticos deben ser impulsores pero no jueces de estas cuestiones. Haría bien la municipalidad, como hizo Barcelona desde las Olimpiadas de 1992, en crear un comité de expertos multidisciplinar constituido por arquitectos, artistas, diseñadores, ingenieros, sociólogos y hasta filósofos para evaluar y aprobar las propuestas de diseño y mobiliario urbano que las diversas áreas del consistorio pretenden promover.

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