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A VUELAPLUMA

Alfons Garcia

El cordón de Francia

Marine Le Pen, votando el pasado domingo. Pascal Rossignol (Reuters)

Francia ha ido siempre para muchos de nosotros con el reloj adelantado. La sensación de libertad individual o las películas de Éric Rohmer ofrecían una seguridad en una forma de ser y estar que no se gana en un fin de semana de cambio de régimen. Francia fue para muchos la puerta de otro mundo y por estas cosas algunos tenemos el deje de observar allí lo que nos está por llegar aquí. Digamos que uno tiene la sensación ser un cine de reestreno en materia política y cultural en comparación con Francia.

Por eso lo sucedido en las últimas elecciones regionales lanza algunas esperanzas, pero también algunas alertas. La esperanza es que el populismo de extrema derecha se frena. Su avance en las capas populares de las periferias de las grandes ciudades se ha detenido. La región de Marsella era un símbolo que parecía a su alcance y no la ha conseguido. Marine Le Pen incluso se alejó en los últimos días para intentar que la derrota no la manchara.

La esperanza es también que funcionan las líneas rojas: el llamado cordón o frente republicano (el apoyo a candidaturas en la mayoría de casos en esta ocasión de la derecha tradicional) ha funcionado para ganar a Reagrupación Nacional, la última versión del proyecto hijo del Frente Nacional de Jean Marie Le Pen. En España no hay segunda vuelta electoral, lo que impide estos cordones nítidos, de jugada rápida, espectacular y clara ante la ciudadanía. ¿Pero alguien se imagina una alianza de grandes y pequeños partidos de derecha e izquierda en el Congreso de los Diputados o en un parlamento autonómico para impedir un gobierno de la ultraderecha? No hemos llegado a ese supuesto, por fortuna, pero lo que vemos ahora es cómo a la derecha no le importa apoyarse en Vox para gobernar. Ello supone una primera victoria de los ultras al normalizar su mensaje. Aquí los cordones duraron diez días, lo que tardó en apagarse el gesto aquel de la campaña madrileña de levantarse de un debate con Vox. Las líneas rojas tienen siempre un componente de fuego de artificio, pero en Francia el gesto tiene consecuencias. Aquí ya se ha visto.

La alerta es una abstención en torno al 66 % en la primera y segunda ronda. Ella es la ganadora matemática de las elecciones. Es un mensaje de una sociedad que parece que ha dejado de creer en la ultraderecha como voto de castigo, pero no porque se haya reconciliado con los partidos tradicionales ni porque haya encontrado nuevos proyectos inspiradores. La victoria del desencanto es siempre un peligro. Indica que en los próximos años puede pasar cualquier cosa. Deja un espeso poso de incertidumbre y desconcierto. Quizá la pandemia, un fenómeno acelerador de tendencias que ya estaban en el magma de nuestras sociedades, esté sacando a la luz el desamparo político de muchos votantes en Occidente.

La alerta es también la crisis de la izquierda. No queda casi nada después del hundimiento de los socialistas tras la presidencia de Hollande. Ni un nuevo proyecto socialista ha emergido firme, ni ha tomado fuerza una atractiva iniciativa verde, ni ha progresado una aventura de izquierda más radical al estilo Podemos como pareció la de Mélenchon, ni los votantes se han fugado en masa al proyecto liberal y centrista de Macron, tan del gusto del gran capital. La izquierda ha hibernado y quién sabe cuándo despertará.

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