Tengo que hablar con el ‘product-manager’ de mi ‘start-up’ para ver si el ‘paper’ sobre el ‘cash-flow’ lo publicamos en la ‘newsletter’». Se trata de una frase inventada, pero podría corresponder al lenguaje empleado por estos nuevos ejecutivillos de grandes empresas que confunden el pijerío con el cosmopolitismo y la cursilería con el don de lenguas. Resulta evidente que el idioma inglés ha invadido todas las esferas de la vida en los cinco continentes en un proceso imparable en el que esa lengua dominante y los negocios caminan unidos de la mano. Al igual que ocurriera con el crucifijo y la espada como instrumentos de poder en tiempos de las conquistas españolas, los anglosajones han impuesto su dominio cultural a través de la economía, las modas, el cine o la música. La hegemonía aspira a ser tan aplastante que el inglés se ha convertido en una absoluta ‘lingua franca’ sin cuyo conocimiento parece difícil obtener un empleo o una posición social que vaya más allá del duro trabajo manual. Buena prueba de ello serían los esfuerzos de millones de personas en el mundo entero para alcanzar ese nivel medio que les permita acreditar cierta soltura en la lengua de William Shakespeare. Con mucha ironía, el escritor Vicente Verdú comentaba hace unos años que los españoles se dividían en unos pocos que hablaban inglés y una gran mayoría que se pasaba la vida estudiando ese idioma. Es cierto que ha mejorado bastante el aprendizaje del inglés en colegios e institutos, pero sus resultados todavía dejan mucho que desear.

En cualquier caso, el creciente uso del inglés en la economía o las nuevas tecnologías responde también a una cuestión de poder, es decir, al despliegue de un lenguaje críptico que aleje a amplísimas capas de la población de la comprensión de las claves que gobiernan el mundo. Bastaría recordar que la Iglesia católica mantuvo durante siglos el latín, un idioma incomprensible para el pueblo, como su forma de expresión. De hecho, la reforma protestante estalló cuando Lutero se empeñó en traducir la Biblia al alemán para que los fieles pudieran comprender el mensaje del libro sagrado. En definitiva, los sociólogos ya han demostrado con claridad que una lengua representa también una forma de poder y de este modo cabría sumar a sacerdotes o economistas una larga lista de profesiones (médicos, informáticos, ingenieros, abogados, arquitectos…) que se expresan en un argot ininteligible para casi todos los mortales. Cada vez más en inglés. Y se trata precisamente de eso, de que el simpático populacho no se entere bien de la enfermedad que padece o de las causas de la avería de su ordenador. Por supuesto que la crítica hacia la omnipresencia del inglés no debe confundirse con patrioterismo lingüístico barato. Está claro que todos los idiomas se alimentan de influencias diversas y el castellano, por ejemplo, está basado en el latín y salpicado de palabras de origen griego, árabe, francés o inglés. Ahora bien, el mestizaje a partir de otras lenguas y culturas no significa que los amos del universo, disfrazados ahora de modernos tecnológicos, nos avasallen con una verborrea destinada a la complicidad de unos pocos y a la incomprensión de unos muchos.