Aquí no pasa nada. ¿Cuántos cadáveres hemos enterrado desde que comenzó la epidemia? Miles y miles. Millones. Insensibles al dolor -al dolor que no sea cercano-, observamos la muerte con resignación estadística. ¿Con resignación? Ni eso. Con indiferencia. ¿No será esto la banalidad del mal de la Arendt? Sí, también ha de ser esto. No ha importado, o muy poco, el goteo perseverante de fallecidos, que descendía o ascendía según el gobierno de turno aplicara medidas coercitivas más o menos duras o suaves -lo que faltaba: la política como un dios distribuidor de vida y muerte no solo en las guerras, también en las enfermedades masivas-. Interesaba alcanzar el bar de la esquina para tomar una cerveza fresquita. ¿No se cansan de advertir de que la vida ha de continuar? La frase contiene un buen lavado de conciencia. Dado que hay que seguir, todo está justificado. La excusa perfecta. Ya podemos acudir al fútbol sin temor a que nos agobien los remordimientos. Insensibles a la muerte o al dolor -ya digo, si no es próximo el dolor o si no estamos en la piel de la consellera Barceló, que confesaba su desgarro a diario, ya le podrían encargar un monumento-, caminamos cómodamente por el territorio de la indolencia. ¿Ha de sorprendernos? La vida nunca ha cotizado mucho. En 1944 se desarrolló en Münich el ciclo de música de cámara de Beethoven, al igual que todos los años, sin alterar la agenda, mientras a 13 kilómetros se oscurecía el paisaje por el horror: el campo de concentración de Dachau expelía toneladas de espanto. Somos en parte como los hindúes (o como eran los hindúes), que renuncian a cualquier respuesta ante la calamidad con la extinción absoluta de su personalidad. ¡No hay que contradecir a las fuerzas superiores, sino ser sumisos, pues podrían redoblar el castigo! La muerte está asimilada, y más tarde o más temprano todos hemos de pasar a criar malvas, ¿o no? Si la vida nunca ha tenido valor, ¿por qué habría de tenerlo ahora? (Valor tienen otras cosas, o valoración político/periodística. Si el macrocontagio ‘festivo’, en lugar de tener como patria las Baleares, con Francina de presidenta, brota en el Madrid de Ayuso aún están descuartizándola. Francina sólo se ha llevado un coscorrón).

Al fútbol lo que es del fútbol

Uno observa que en la Eurocopa de fútbol, o en competiciones similares, si las hay, juegan País de Gales, Escocia o Inglaterra, cuando no Irlanda, y que Boris Johnson no se suicida en el número 10 de Downing Street, ni el líder laborista de turno decide desangrarse en la bañera, ni la ‘gentry’ al completo coge un barco y sale de la isla, ni las calles de Londres se llenan de banderas denunciando el aterrador atentado contra las esencias patrias. Vieja, madura, admirada aún, la democracia británica, a pesar del brexit, o por eso mismo, y de la gallinería de su parlamento, funciona sin apenas cólicos espasmódicos. En España, la cuestión catalana tiene a las derechas al borde del infarto (contemplen a Aznar) y a las izquierdas mareadas y hechas un lío. Hay que ponerle unas gotas de la pócima berlanguiana a la vida, ya lo dijo Ximo Puig (que también se ha de aplicar el cuento), y mayormente a la vida política, enrabietada, crispada, rebosante de descalificaciones e insultos. Poco respetuosa. Dado que al personal se le da una higa la perspectiva histórica y la mayoría piensa que la realidad siempre se ha conformado según los criterios actuales, sólo diré que en Cataluña, en 1906, se manifestaron 200.000 personas para subrayar la catalanidad soberanista, que entre la boda de Fernando e Isabel (1469) y 1714 (decretos de Nueva Planta) Cataluña -y el Reino de Valencia, ¡eh!- dispuso de leyes, lengua, moneda y sistema político propio, o que en 1835, en las Cortes españolas, todavía se afirmaba que lo que debía hacer España era convertirse en una nación (hasta el XIX no lo fue nunca. Es lógico. Nación es un concepto liberal parlamentario. Lo anterior es un poder que emana de Dios y es transmitido al soberano. La idea de nación nace cuando no hay súbditos, sino ciudadanos. Etcétera, etcétera). Cuestiones todas, y olvidadas, que podrían servir para enriquecer el debate sereno que presenciamos estos días y estos años.