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myriam albeniz

¿Hemos confinado también nuestros sentimientos hacia el prójimo?

Cada año que pasa son millones las personas en el mundo que dejan todo tras de sí para huir de la guerra, la persecución y el terror. Las repercusiones del cambio climático son, a menudo, silenciosas, pero devastadoras y su impacto es mayor en las regiones más pobres del planeta. La emergencia que provoca multiplica los riesgos para estos desplazados a la fuerza, aumenta la pobreza e intensifica la presión sobre los recursos, generando o agravando enfrentamientos en un mundo ya de por sí marcado por la violencia. Cuando les veo abriendo los informativos en horario de máxima audiencia, no puedo dejar de pensar que yo haría exactamente lo mismo si estuviera en su lugar. Y observando las imágenes de sus rostros descompuestos me pregunto si existe alguna diferencia entre morir y no poder vivir. Sinceramente, creo que no.

Las cifras de seres humanos que se encuentran en dicha situación alcanzan ya cotas inasumibles y el ritmo se multiplica sin freno. En otras palabras, sean refugiados, desplazados o demandantes de asilo, integran el grupo social más vulnerable del planeta y el noventa por ciento provienen de países más frágiles y menos preparados, y que son epicentros de los mayores desplazamientos forzosos. Simultáneamente, muchos conflictos de larga duración continúan sin resolverse, arrastrando unas consecuencias que se extienden durante décadas.

Oleadas de mujeres y hombres desarraigados que reclaman protección frente a la persecución y la violencia crecen como la espuma y no les queda más opción que recurrir a vías peligrosas de huida, como los viajes clandestinos en barco. Salvar su existencia ha de ser, sin discusión, el primer objetivo del fenómeno migratorio. Son incontables las víctimas que han perecido, perecen y perecerán ahogadas tratando de alcanzar las costas europeas en busca de seguridad y protección. En gran parte, huyen con lo puesto de los choques bélicos, los hostigamientos y las injusticias a los que se ven sometidos en sus países de origen. Y, aunque este tema sea a menudo objeto de encendidos debates entre partidarios y detractores de prestarles ayuda, no cabe duda de que el Viejo Continente está llamado a desempeñar un papel decisivo en esa responsabilidad colectiva de actuar. Resulta esencial que Gobiernos y sociedades civiles renueven su compromiso de brindar refugio y seguridad a los afectados por estas tragedias. En nuestro discutible Primer Mundo, la solidaridad internacional y la distribución de la carga se tornan cruciales para satisfacer las necesidades más elementales de quienes requieren un innegable gesto de humanidad.

La Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 y su protocolo de 1967 constituyen los únicos instrumentos legales que amparan la protección internacional de los refugiados y su piedra angular es el Principio de No Devolución. En virtud de ambas normas, merecen como mínimo los mismos estándares de tratamiento que el resto de extranjeros de un país y, en muchos casos, idéntico que el de los propios nacionales.

En esta abnegada cruzada desempeña una misión impagable Acnur (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados), agencia internacional que les proporciona protección legal y busca soluciones duraderas a sus problemas, ayudándoles a regresar voluntariamente a sus hogares o a asentarse en otros territorios donde reconstruir sus historias con dignidad y en paz. Su principal finalidad no es otra que defender los derechos de todos los desplazados, ofreciéndoles educación y servicios sanitarios. Cabe indicar que consideran la repatriación voluntaria como la solución más deseable de todas, organizando visitas regulares de seguimiento y participando en actividades de reconciliación comunitaria. Su ejemplo de solidaridad ha de inspirarnos para transformar sin excusas este mundo infernal en el que habitamos. ¿O acaso hemos confinado también nuestros sentimientos hacia el prójimo? Porque ya va siendo hora de escuchar nuestra brújula interior y recuperarlos.  

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