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Carlos Marzal

COMPLICIDADES

Carlos Marzal

La Carrà

En todas las fiestas que se precien (incluidas las de guardar), en todas las celebraciones (incluidas las familiares), en todas las reuniones de amigachos (incluidas también las de viejos compañeros de la Mili), llega un momento, después de que hayan corrido el vino, el champán y los licores, en que las gentes de bien y con amplias miras humanísticas se arrancan a cantar por tres deidades de la España en blanco y negro, de la España, sí, del Régimen del 78: Nino Bravo, Camilo Sexto y Raffaela Carrà.

Hay que hacerlo en el «momento pregnante», cuando se ha decidido por votación popular aupar los corazones y procurar que no acabe la fiesta, cuando uno se conjura con quien haga falta para no volver a casa hasta el día siguiente, o hasta vaya usted a saber cuándo. Si conocéis a alguien que no entone los himnos homéricos de Nino, Camilo y La Carrà, dejad de frecuentar su compañía, ponedlo en la lista negra de los plúmbeos, borrad su teléfono de la agenda, porque seguro que pertenece a la secta maldita de los putrefactos. Vade retro.

Aunque ahora hay muchos que la llaman Raffaella –me temo que los mismos que hablan de Gabo, cuando se refieren a García Márquez-, Raffaella Carrà jamás fue Raffaella en España. Ella era La Carrà: así, con el apellido y el artículo mayestático, como corresponde a las divas, aunque ella fuera una diva pop, una diva popular de andar por casa, que es por donde anduvimos y seguimos andando todos.

La Carrà no sólo introdujo en España la alegría, el descaro, la simpatía italiana, el desenfado más o menos erótico. Introdujo dos conceptos filosófico-políticos de importancia capital para la civilización: la rubiez y la despampanantez. Porque ella fue, por encima de casi todas las cosas –o a la misma altura de todas ellas- una rubia despampanante, que es lo mejor que se puede decir de las rubias, en todos los sentidos.

Por aquel entonces, España era sobre todo morena. Había dejado de ser cejijunta, pero aún le pesaba en la decoración doméstica el estilo remordimiento, la estética salida de la boca de Bernarda Alba, la sargento chusquera que se inventó García Lorca (al que los de siempre llaman Federico). Esos restos de pesadumbre cósmica se fueron al carajo cuando La Carrà apareció en Televisión Española, en horario nocturno, con sus botas interestelares de lentejuelas, sus taconazos insurrectos, se abrió de piernas, se acuclilló sobre su culo de mármol de Carrara, y nos dijo a los españoles que para hacer bien el amor hay que venir al Sur. Y no lo hemos olvidado jamás.

Que inventen ellos. Nosotros sabemos fabricar lo que cuenta.

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