El curso escolar finalizó con ejemplaridad gracias a los educadores y al alumnado. Han sido casi dos años llenos de incertidumbre, miedo, distancias, mascarillas y calendarios que no siempre permitían la presencialidad en el aula.

Los difíciles momentos vividos también deben servir para reflexionar sobre nuestro modelo educativo, tan cuestionado. El éxito frente a la epidemia no puede hacernos olvidar que los alumnos españoles son, entre todos los de Europa, los que más repiten en secundaria. Baste decir que la media nacional de repetición quintuplica a la media de la UE. Algo no va bien en nuestra educación.

En la Comunitat Valenciana, ya antes de la covid, tres de cada diez alumnos repetían, un fenómeno que se ceba en las capas sociales más humildes. Los datos nos dicen que un niño en situación de pobreza tiene seis veces más posibilidades de no superar el curso, y que un menor inmigrante tiene el doble de probabilidad de ser repetidor. Pues bien, los meses más duros de la pandemia vinieron a confirmar, además, los problemas de la brecha digital y, por tanto, la desigualdad en la escuela.

Hay que hacer el esfuerzo por comprender que repetir curso revela también el fracaso del propio modelo educativo. Focalizar la responsabilidad sólo en el alumno conlleva frustración, pérdida de autoestima y sentimiento de fracaso en niños y familias que, en un alto porcentaje, se hallan inmersos en situaciones socioeconómicas muy complicadas. Y de ahí al abandono escolar y la marginación social, económica y laboral hay un paso muy corto.

Ponerse en el lugar del chico obligado a separarse de amigos o a permanecer horas frente a una pizarra sin entender lo que se dice es un esfuerzo de empatía que no solemos efectuar. Hoy estamos obligados, además, a contemplar la brecha que causa la variable tecnológica. Distancias entre el alumnado que conducen irremediablemente a cronificar las situaciones de vulnerabilidad ya vividas, determinando que el origen sociofamiliar condicione el futuro de parte de nuestro jóvenes.

Pretenden hacernos creer que estos problemas se solucionan con decretos inclusivos y de equidad del propio sistema educativo, pero son papel mojado si no van acompañados de recursos y de un cambio de mentalidad que dé verdadero protagonismo al menor y a sus familias. Dejar fuera del desarrollo que nos envuelve -y por lo tanto del bienestar- a buena parte de la población por no facilitar el acceso a las nuevas tecnologías, junto con el olvido de la importancia de la educación emocional, será reincidir en un error que arrastramos ya durante demasiados años.