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Juan cruz

El crimen fue en La Coruña

Políticos, como la presidenta de Madrid, a los que les parece mal que ya se califique de hómofobo el crimen cometido en La Coruña, donde Samuel Luiz, de veinticuatro años, fue asesinado por una turba de jóvenes al grito de maricón, seguramente considerarán terminado su expediente cuando la justicia dictamine qué fue en realidad ese crimen y entonces no dirán nada porque ya se estará hablando de otra cosa y ellos guardarán silencio como el Ebro al pasar por el Pilar.

Fue un crimen y fue en La Coruña, de donde vienen algunas de las mejores poesías españolas y de donde vinieron las primeras condenas, las manifestaciones más emocionantes contra este alegato sangriento contra la libertad de las personas para ser lo que estimen oportuno ser. En este caso, por ejemplo, homosexual. Y, aunque no lo fuera, aunque Samuel Luiz jamás lo hubiera sido, ni lo hubiera dicho, la misma apelación como si fuera insulto, maricón, ya remite a una boca enferma, la boca (como diría Manuel Rivas, tan ilustre coruñés, ciudadano tan emocionante) de la realidad que se abre paso entre mandobles de burla.

Fue en La Coruña, bendita tierra, ahora sometida a ser la capital de esta ignominia para la que, por ejemplo en el caso de la presidenta de Madrid, aun no hay culpable ni, por tanto, razón de condena, pues, bendita ella, Isabel Díaz Ayuso cree que es prematura condenar, como si el crimen aún no se hubiera hecho o se estuviera haciendo. Un crimen a cámara lenta como aquel que ocurrió en Granada y donde quizá, quién sabe, se gritó, en el último decisivo, esa expresión, maricón, para dejar clara la voluntad de insulto que tiene además el asesinato.

Fue homófobo y fue asesinato. En la adolescencia de mi vida hubo algo que ocurrió en mi barrio, o en sus alrededores, que jamás se ha borrado de mi mente, y tampoco de mi memoria. Un grupo de muchachos, alentados por el sentimiento de ser distintos a lo que había en la legión humana del pueblo, decidieron probar a amarse en algún sitio en el que nadie los viera, para ser felices ese rato siendo auténticos y sin disimulo. Hallaron por allí, aparcado y polvoriento, un autobús sin dueño ni destino, con sus puertas abiertas a cualquiera, y allí se sirvieron de la risa y el cuerpo, que cuando se dan juntos no tienen frontera sino alegría. Al cabo alguien los vio y se fue, de chivato, por toda la localidad, hasta dar con la autoridad competente, así se decía también en los golpes de Estado, para que pusiera orden en aquel galimatías que, en tiempos de Franco, podía ser de pena mayor y también de escarnio.

Como la polvacera en los barrios pobres, aquella noticia dio la vuelta al mundo pequeño en el que vivíamos, y se hizo objeto mayor del cuchicheo, de modo que fue agrandándose como las batallas, y terminó siendo mucho más que aquella película de sueños en que los muchachos habían cifrado su noche. Hasta tal grado duró aquella hazaña cortada en seco por la ciudadanía corta de miras que el propio autobús fue condenado al oprobio y su matrícula, TF 5802, condenada a ser símbolo de lo indeseable. Mi memoria no alcanza a decir si hubo prisión para los chicos, pero sí me consta que poco a poco cada uno de ellos sufrió distintas maneras del desprecio o del destierro, porque sobre ellos se deslizaron todas las miradas malevolentes que, ya se sabe, en los barrios son lenguas como espadas.

Poco después, ya adolescente pero más viejo, entré a trabajar en una oficina de venta de repuestos y tuve a mi lado, como uno de mis jefes, a un homosexual vivaracho y locuaz, el más divertido de la oficina, con el que reía trabajando, y mi trabajo no era ningún milagro, pues lo que hacía era poner en orden alfabético los albaranes del fiado. Aquel amigo, Pepe, me ganó para su risa, y allí estábamos, de risas y fiestas, hasta la carcajada, cuando el dueño de la empresa pasó, circunspecto, por los alrededores y vio semejante jolgorio. No pasó nada, no tenía por qué pasar, y yo terminé con bien aquel periodo de trabajador adolescente, siendo muy amigo de Pepe, al que le envidiaba, además, sus viernes por la tarde, cuando él me contaba que iba a tomar vinos y papas con los amigos que tenía para compartir parrandas. Al final del periodo de mi trabajo ocasional me pagaron 850 pesetas, con las que me compré la primera máquina de escribir, verde y blanca, de mi vida.

Hace unos meses hice una entrevista que me dio escalofrío, sobre este periodo tan adusto y faltón de la presente historia de España. Mi interlocutora era una mujer sobresaliente, Manuela Mena, que fue subdirectora del Museo del Prado, y que es especialista en la obra de Goya. En un momento de la conversación hablamos del enorme griterío que se está produciendo aquí en torno a la política, a la acción del gobierno, a los gestos de la oposición, y así sucesivamente. La gravedad de los insultos y de las amenazas, la gestión peligrosa de las reyertas, decía ella, puede dar un día con alguna barbaridad, “bastará, por ejemplo, que alguien decida dar un tiro, apretar el gatillo y disparar”. Ella hacía metáfora, naturalmente, del primer estallido que dio de sí la guerra civil, cuando alguien disparó contra el diputado José Calvo Sotelo y hubo pretexto para un levantamiento que ya nadie pudo (o quiso) parar.

Luego vino, entre muchos otros, el crimen de Granada, cuando el mayor poeta vivo de España, Federico García Lorca, fue asesinado por una turba de exaltados animados por la fe de ser mejores que el hombre al que dispararon. Ese fantasma de la muerte fue el fantasma de la guerra, sigue siendo un manto sobre la vida de todos nosotros, y no ha cesado de ser símbolo de la maldad hasta este mismo instante. Esta vez el crimen fue en La Coruña, Samuel Luiz se queda ahora como símbolo de la homofobia latente entre nosotros. Todas las historias de la homofobia tienen un origen y un destino, la sociedad no lo sabe, pero ella también aprieta el gatillo o da el último golpe, la última carcajada de burla, cuando alguien desprecia al otro no sólo llamándolo maricón sino haciendo que deje de existir porque lo que hace o dice que es no se tolera.  

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