Votar es el mecanismo principal de participación política. Con el voto elegimos a nuestros representantes, a través de un proceso sencillo y, como diría Przeworski, profesor de Ciencia Política de la Universidad de Nueva York, rutinario: los partidos presentan candidatos y les votamos; quien gana ocupa el gobierno, hasta la siguiente cita electoral. En general, votamos porque sentimos que cumplimos con nuestro deber cívico como miembros de una comunidad; por la satisfacción que sentimos al expresar nuestras preferencias partidistas, y porque es una muestra de soporte al sistema democrático y a sus instituciones. De hecho, en España la media de participación, en las elecciones generales, supera el 70 %, muy por encima de otras formas de participación como «firmar una petición» o «participar en manifestaciones», que no alcanzan el 25 %. 

A pesar de ello, el voto -y la abstención- siempre ha sido desigual. Sabemos que el nivel socioeconómico y educativo, la edad y las actitudes políticas, entre otros, son factores que influyen en la movilización electoral. Así, los ciudadanos pertenecientes a las clases más humildes, los jóvenes y aquellos con una menor identificación ideológica y sin interés por la política acuden en menor medida a las urnas. Todo ello sin perder de vista que la participación electoral varía también según el tipo de elección. Aquellas consideradas de primer orden, en las que «hay más en juego», movilizan más al electorado. Igual que los contextos de cambio y en los que la competición electoral es alta aumentan la movilización, al interpretar el elector que su voto puede ser decisivo.  

Ahora bien, en las últimas citas electorales hemos observado una acentuación significativa del fenómeno de la abstención -especialmente en las autonómicas de Galicia, País Vasco y Cataluña en las que la participación rondó el 50 %- ¿Los motivos? Uno de ellos es que en los tres casos nos encontramos ante elecciones de continuidad. También el impacto de la pandemia y el temor de los votantes a poder contagiarse el día de la votación. Sin embargo, la politóloga Sandra León concluye en un reciente estudio sobre la participación en las elecciones de Galicia y País Vasco que la insatisfacción por la política ha sido la motivación más habitual. En esta línea, los datos de las últimas elecciones en Cataluña revelan que, aun aumentando el porcentaje de abstención, se duplicó el número de votos nulos. 

Esto tiene que ver con el proceso al que asistimos, desde hace algún tiempo, en el que la democracia se aleja del demos. Los partidos – y sus líderes- son incapaces de atraer a los ciudadanos porque centran sus ambiciones en las instituciones, utilizadas para saltar de unos cargos a otros, mientras que las zonas de interacción con los ciudadanos se han vaciado. El politólogo Peter Mair en Gobernando el vacío anticipa, como consecuencia de ello, el fin de la participación popular. Dice Mair que es fácil sentir desprecio por aquellos que siguen reclamando privilegios a cambio de funciones que no cumplen. Como consecuencia, se dispara la indiferencia y la desconfianza en que los políticos vayan a solucionar nuestros problemas -según el último Eurobarómetro, el 90 % de los españoles desconfía de los partidos-, provocando una caída de la afiliación a partidos, de la identificación con ellos y de la participación electoral. La brecha entre gobernantes y gobernados se ensancha. 

El peligro de esta situación radica, de un lado, en la posible cronificación de la abstención, y que los partidos no tengan incentivos para hacer políticas a favor de los que se distancian del sistema, entrando así en un temible círculo vicioso. Y, de otro, en cómo será la tendencia abstencionista en el futuro: qué pasará si no se despierta el interés por la política en los jóvenes cuando se produzca el recambio generacional. 

Las soluciones recurrentes tienen que ver con proponer la obligatoriedad del voto -como en Bélgica-, o facilitar el voto lo más posible, como propone Pablo Simón, a través del voto anticipado, ampliando los puntos de votación (en hospitales y residencias), y simplificando los trámites del voto por correo y rogado. Votar es gratis, pero es necesario un mayor esfuerzo del sistema para incentivar a los ciudadanos. 

El problema de estas medidas es que, aun siendo algunas de ellas muy necesarias, actúan sobre los síntomas, en lugar de sobre las causas. Y esta profunda crisis exige ir más allá. El filósofo Daniel Innerarity plantea una interesante Teoría de la democracia compleja, que aboga por repensar la arquitectura de la política clásica al ser inadecuada para los problemas generados en la sociedad actual. Necesitamos una «gobernanza relacional», gobernar con estructuras políticas cooperativas, basadas en la deliberación y el entendimiento. Superar la idea de una estricta separación entre quien dirige y el sujeto dirigido, y poner a este último en el centro de la política.  

Superar esta crisis no sirve solo para acabar con la desafección y reactivar la participación, sino también para prevenir otros males que acechan a las democracias actuales, como la deslegitimación del sistema político, la polarización extrema, el desafío populista y los retrocesos democráticos, que están ganando terreno en países no muy lejanos.