Nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía, decía Séneca. Y siendo verdad, aún hoy en día; cabría añadir que no es menos injusta una justicia ciega, impasible, ante los derechos humanos. De nada sirve consagrar derechos en cartas constitucionales, reconocer a nuevos titulares de ellos, suscribir tratados internacionales que a partir de la ratificación forman parte de nuestro derecho interno, o aprobar leyes identificando su necesidad y oportunidad o normas que -a boca llena- calificamos como vanguardia en cualquier ámbito; si los sumos intérpretes y aplicadores del Derecho objetan de ellas. De nada o poco sirven las energías denodadas aplicadas a generar políticas activas en pro de esos derechos humanos para no dejar a nadie atrás, cuando la embestida descarnada y frontal, emprendida por intereses diversos desde distintos ámbitos, no encuentra quién les haga frente en la trinchera judicial. De poco o nada sirven los esfuerzos ímprobos por poner a las personas, especialmente a colectivos en situación de vulnerabilidad (mujeres, infancia, mayores, migrantes, etc.), en el centro de la política y destinar recursos para protegerlos especialmente frente a la violencia y el odio; si quienes administran justicia olvidan el significado del derecho. El derecho (o los derechos) entendido(s) como una limitación del poder, también del que ostenta la judicatura misma. Los derechos vistos como escudos protectores de las personas y colectivos vulnerables frente al poder. El respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social; así lo proclama nuestra Carta Magna. La igualdad, la no discriminación, la libertad, y sus múltiples manifestaciones son muros de contención, barreras infranqueables, frente a cualquier ejercicio abusivo del poder que vulnere derechos. Por todo ello, la justicia es, a sabiendas, injusta cuando se zafa de estos derechos, de la propia legalidad vigente, en sus resoluciones.

Asistimos a tiempos convulsos en los que nos resistimos a encajar con normalidad decisiones judiciales, como la que hace unos días daba carpetazo al cartel de Vox utilizado en el marco de las elecciones a la Comunidad de Madrid, que colocaba en la diana a la infancia y adolescencia migrante no acompañada, con datos falsos en un ejercicio claramente alentador del odio y la exclusión. No podemos ni debemos compartir que dicho cartel, como dice el Tribunal, es legítimo porque estos niños, niñas y adolescentes son «un evidente problema político y social». No podemos normalizar que esas afirmaciones sobre esta infancia, con datos que la propia Audiencia Provincial de Madrid reconoce que pueden no ser veraces, sean aceptables por considerar que entra dentro de la «legítima lucha ideológica-partidista en el marco de una contienda electoral». Y no podemos, ni debemos, porque no se puede despachar un debate de fondo que afecta de lleno a un colectivo vulnerable sin datos objetivos ni veraces, cuando las cifras nos evidencian una tendencia al alza de delitos de odio por racismo y xenofobia; y, lo que es más grave, sin argumentación jurídica de fondo. Este tipo de resoluciones nos llevan a pensar que el verdadero problema social, el más grave de todos, no es esta infancia migrante; es que haya notables de toga que resuelvan así, vulnerando derechos reconocidos a personas migrantes no acompañadas, que están y llegan solas, absolutamente solas; y que antes que extranjeras, deben ser vistas como lo que son: niños, niñas y adolescentes que nos necesitan a su lado y no enfrente. Una clase judicial que obvia que el odio, la discriminación y la intolerancia son los principales enemigos de los derechos humanos y, por ende, de cualquier democracia.

No es un hecho aislado, es una nota sostenida en el tiempo. Venimos de ataques judiciales a la libertad de expresión que han valido severas condenas por instancias internacionales, cuya contundente jurisprudencia resuena poco aún en nuestras esferas judiciales, que siguen una hoja de ruta restrictiva y sancionadora de un derecho fundamental. Y seguimos dando la nota, porque este deslucimiento de la justicia está lejos de concluir. Acabamos de conocer la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la declaración del estado de alarma por una pandemia que nos sorprendió tanto, como asoló y desoló. Una resolución judicial que llega tarde, entre el ruido mediático y político que agita el clima y que por hartazgo ha dejado de interpelar a la ciudadanía. Una resolución que declara inconstitucional el confinamiento del primer estado de alarma y que, peligrosamente, desenfoca conscientemente la realidad de lo ocurrido con el objeto de ajustarla a un molde -el de algunos magistrados-, el de estado de excepción, en el que no encaja ni con fórceps. Y no lo hace porque era el estado de alarma el que preveía el presupuesto de hecho real, no ficticio, de una pandemia. Un estado, el de alarma, que ha permitido mantener las garantías constitucionales de los derechos, en lugar de apostar por su supresión. Un estado de excepción, no justificado por estar previsto para supuestos de alteración del orden público y por tiempo muy limitado. La justicia no debe llamar a la confusión, ni ser juez y parte, perdiendo lo más preciado, su independencia. La justicia se torna menos justicia cuando genera inseguridad jurídica y es partidista.

Los operadores jurídicos sabemos de la necesidad y virtud de actualizar los conocimientos. Las personas que administran justicia, todas sin exclusión, han de reciclarse, han de formarse con un enfoque de derechos (de género, infancia, violencia, discapacidad, etc.). Representan a un poder público, el judicial, y ejercen una función jurisdiccional que ha de respetarnos como titulares de derechos que somos, sin jugar con ellos como si cualquier cosa. Han de sentirse interpelados por la realidad social. No es una opción, el poder judicial está bajo el imperio de la Constitución y de la ley que expresa la voluntad popular. No olvidemos nunca que la justicia emana del pueblo y las garantías de los derechos han de marcarle el paso a la judicatura.