Nos ponía en corro, como en las tribus indias de las películas del Oeste. Tocaba leer las redacciones que cada cual había escrito para la clase de literatura con la señorita Ribas. Teníamos trece años en aquel tercero de bachillerato y, aunque no lo supiéramos, ninguna vida por delante. Era como que sí, que aparentemente la vida te esperaba a la vuelta de una infancia en que todo era ancho y largo, como los trucos de magia en la chistera de un ilusionista. Luego nos daríamos cuenta de que la vida no era el conejo blanco en las manos del mago, sino un territorio distópico cuando las distopías no se habían puesto de moda como ahora.

Nos reíamos de las ocurrencias que habíamos escrito, de la torpeza que llenaba casi todas esas ocurrencias, también del miedo al ridículo porque la risa escondía a veces un sentido del pudor que te desnudaba ante la mirada inquisitiva del resto de la clase. Me gustaba ese rato más que ningún otro en la Academia Edeta, que dirigían ella y su marido, Miguel Bañuls, con José Jordan y Augusto Roca (siempre don Augusto) de anclajes felizmente inolvidables. Ahora sé que para escribir una línea has de haber leído antes tropecientos libros, aunque abunden en estos tiempos esos desaprensivos que se ponen a escribir tochos gordísimos sin haber abierto un libro en su vida. Pero entonces no leíamos nada. A lo mejor las letras de las canciones que nos apuntábamos para susurrarlas en los bailes de la Piscina los domingos por la tarde, cuando llegaba el verano. No leíamos nada, pero las clases de literatura de la señorita Ribas eran como un paisaje lleno de libros invisibles, de palabras que ponían nombre a sitios increíblemente hermosos, de personajes que parecían salir de nuestra imaginación como si de repente nos hubiéramos convertido en una de aquellas máquinas capaces de viajar más allá de los límites del tiempo, como las que se inventaba George H. White, el escritor paisano nuestro que era el único que salía de vez en cuando en el corro indio de una inocencia literaria llena de temblores. Ese nombre se juntaba en sus clases con el de Vicens Vives, el maestro que ella tuvo en la Barcelona de su juventud.

Un día cerró la Academia Edeta y pasamos a la Almi. También allí se vino María Ribas para seguir con sus escrituras invisibles, con aquella manera tan suya de mezclar la literatura, la historia, el latín y, cosa extraña, también las matemáticas. Sabía de todo, como si viniera del Renacimiento, y todo te lo transmitía con una seguridad que te daba confianza, que te animaba a pensar que la vida tendría que ser más un territorio a compartir que un campo de batalla. Después fuimos creciendo y el tiempo iría borrando lo de antes como si fuera fácil vivir en las afueras del recuerdo. No lo es. Lo que nos marcó cuando no levantábamos dos palmos del suelo seguirá como ese primer instante en que lo que hemos vivido se convierte en memoria. Cuando empezaron a extenderse los Institutos de Bachillerato, ella siguió en muchos de ellos su trabajo docente. También en el de Llíria, donde pasarían por sus clases varias generaciones de toda la comarca del Camp de Túria. Yo ya le había perdido la pista. El tiempo se construye con un punto de lejanía que nos lleva de un sitio a otro y en medio vamos dejando pedazos de lo que fuimos, sitios donde nos sentimos habitantes sin recursos de lo desconocido, libros que, ahora sí, leíamos como si en ellos hubiera escondido el ilusionista del circo su conejo blanco.

El año pasado fue nombrada hija adoptiva de ese pueblo al que la Unesco ha convertido en un bien común universal gracias a la música, que es su principal seña de identidad, una seña de identidad que destaca junto a esas huellas que sucesivas civilizaciones fueron dejando en los subterráneos ahora dignamente aflorados de su historia. Siempre estuvo ahí, como la mejor huella de aquellos años, esa mujer que nos enseñaba a buscar en la vida lo que tal vez era difícil de encontrar si no estirabas la curiosidad hasta descubrir que más allá del horizonte igual habitaba la devastación, pero también algo que se parecía mucho a la esperanza.

El miércoles pasado me llegó la noticia: se había muerto la señorita Ribas. En momentos así, lo primero que preguntamos es cuántos años tiene quien se acaba de morir. No sé los que ella tenía. Seguro que muchos. Escribo esta columna poco antes de ir a despedirla. Allí estaremos el corro de entonces, cada cual con sus recuerdos, a lo mejor con las letras de las canciones que acompañaban nuestros veranos, como las naves espaciales de George H. White y la sensación de que la vida era algo más serio de lo que pensábamos entonces. Me vienen a la cabeza, en este adiós apresurado, los versos de Emily Dickinson: «Es tanto lo que puede llegar / y tanto lo que puede irse, / y aun así el Mundo continúa». En esa continuación seguimos. A trompicones casi siempre, claro que sí. A trompicones. Pero seguimos.