La lucha contra la emisión de gases efecto invernadero (GEI) costará dinero, mucho dinero. Las estimaciones tienen solo un valor académico, ya que no afrontar esta crisis equivale a rebajar el bienestar del hombre en la Tierra en proporciones difíciles de imaginar. Puestos a dar una cifra, relativamente optimista, el coste podría ser destinar el 1% del PIB del mundo cada año, hasta 2050. Satisfecho el morbo cuantitativo de las cifras universales, vayamos a nuestro país, donde la transición climática ha empezado a andar por lo eléctrico.

La UE ha decidido legítimamente el método de ‘quien emite GEI, paga’ y por ello encarece la posibilidad de emitirlos, y en este marco están las compañías eléctricas, insertadas entre el mercado mayorista y el minorista. Con ellas surgen debates sobre consideraciones éticas (puertas giratorias), fiscales (por la cesta de impuestos y otros gravámenes como las primas a las renovables) y de correlación de fuerzas (por la capacidad de lobby y de oscurantismo de éstas, que siguen sin dar una explicación suficiente, convincente o no). Desde hace tiempo, estas eléctricas ya no son empresas españolas a las que pedir ingenuamente patriotismo empresarial, sino empresas globales que, a pesar de las políticas de responsabilidad social corporativa, están condicionadas por la búsqueda de rentabilidad para sus inversores. Sin embargo, reducir el problema de la factura eléctrica al ‘modus operandi’ de estas empresas puede ser exagerada. El objetivo es vigilarlas, asegurarse que pagan impuestos y en el límite tener preparado un cuaderno de cargas, por si su nacionalización fuera un deber inaplazable.

Estando ante cambios radicales en materia de energías contaminantes, hay que tener muy mala suerte o incapacidad política para organizar una campaña desde el Ministerio de Transición Ecológica presentando la nueva factura eléctrica, bajo el slogan ‘Ahorrar te va a resultar más fácil’ y comprobar como desde el primer día la factura no dejaba de crecer, obligando incluso al Gobierno a recortar temporalmente el IVA y a suprimir el llamado impuesto de electricidad, vigente desde 1992. Al parecer, en los despachos ministeriales resultaba más fácil hablar de un demagógico ahorro que del impuesto al CO2 a la energía de origen fósil, que es la legitima razón que la Comisión Europea defiende con valentía y argumentos. La reacción de la ministra del ramo fue reveladora: «Es importante mantener la calma», comentando que fue una mala pata que los precios se hayan disparado justamente cuando se ponía en marcha el nuevo sistema tarifario para cambiar los hábitos de consumo. «No había ningún informe que manejara esta referencia de precios». Ya se sabe que siempre hay un papel técnico que excusa los grandes fallos de los políticos, pero la decisión de poner precio a la emisión de los GEI era evidente. Nos encontramos, por un lado, con el alza de la pobreza energética, situación que puede resolverse con instrumentos paliativos como los bonos sociales energéticos y, por otro, menos sangrante, pero mayoritario, una pesada losa sobre la economía de la mayoría de las familias españolas y una carga de profundidad contra la competitividad de nuestra economía.

No descubramos la pólvora al comprobar que la transición ecológica tiene rasgos regresivos, de no ser así no habríamos llegado a las angustias actuales. No es el momento de encelarse en críticas y especulaciones, hay que arrimar el hombro y no desmoralizar a quienes aspiran a tener un empleo durante y después de la lucha climática.

El precio de la energía exige cambiar las pautas de consumo y mejorar la eficiencia energética. Esta última se ha conceptualizado cada vez más como una metáfora, como un ‘quinto combustible’ tangible por derecho propio, tanto que en 2016 se cuantificó en términos monetarios, con un valor de unos 231.000 millones de dólares. Sin embargo, desde que se acuñó la expresión «primero eficiencia energética», una terminología aparentemente sencilla y racional ha adquirido múltiples significados en varios contextos. Para la Unión Europea los principios sitúan la eficiencia energética como una prioridad estratégica e irresponsablemente todavía se debate si este principio de eficiencia debe considerarse un requisito legal en los planes nacionales de energía y clima, o como un lema para honrar el principio de «rentabilidad primero». Dicho en plata, la neutralidad climática y la eficiencia energética son inaplazables y no tienen plan B.

Partiendo de la obviedad de que la energía más barata con menos emisión de GEI es la que no se usa, la Comisión ha avanzado en su análisis de eficiencia energética señalando los desafíos de ahora mismo: el transporte, responsable del 30 % del consumo de energía final; con los edificios, ya que el 75 % del parque de edificios de la Unión tiene un rendimiento energético muy mejorable; sector de las tecnologías de la información y las comunicaciones que es responsable del 5-9 % del uso total de electricidad en el mundo y de más del 2 % de todas las emisiones de GEI.

La electricidad va a duplicarse en pocos años, seguirá siendo un componente esencial en nuestras vidas, afectando en cantidad y calidad al trabajo remunerado, ya sea como empleo asalariado o como autónomo. El precio de la electricidad es la punta del iceberg de un desafío de gran envergadura y que habría que tratar con una estrategia global, y conectar a esta estrategia general matizando el futuro de las energías fósiles o reconsiderar otras energías primarias no contaminantes, como la nuclear, aunque sin duda con otros problemas muy serios, pero barata. Son debates que nos aguardan como europeos.