Hace ya treinta años de la muerte de Pedro Arrupe, en 1991. Su enorme legado, ponderado por muchos jesuitas y por quienes no lo son, como Juan Negrín, presidente del Gobierno de la II República, o el premio Nobel Severo Ochoa, supone un reconocimiento acorde con su visión renovadora, el ideal evangélico de la justicia, y su compromiso con la labor social.

En Roma, en la iglesia de Gesú, de característica arquitectura jesuítica y hermosos frescos en la cúpula, se encuentra una pequeña lápida que señala la dimensión humana de Pedro Arrupe, principal impulsor de la renovación reciente que hoy reconocen sus compañeros -como así hace José Luis Beneyto, cuando afirma que le mostró cómo aprender de las cosas buenas de este mundo- y recuerdan los antiguos alumnos, sobre el papel de la Compañía de Jesús en la sociedad contemporánea.

Fue en València, donde se celebró, por estas fechas, 31 julio - 1 de agosto de 1973, hace ya casi cincuenta años, el Congreso de la Confederación Europea de Antiguos Alumnos, en el cual la presencia de Pedro Arrupe, fue carismática y estimulante. Su conferencia, “La promoción de la justicia y la formación”; la idea de la justicia, interpretada a la luz de los Evangelios; y la formación, con el propósito de formar hombres “para los demás” - y, “con los demás”, como añadiera su sucesor, Peter-Hans Kolvenbach - resultó todo un revulsivo social.

Pasaron los tiempos de la rígida educación y disciplina ignaciana, pero queda el ejemplo de lo que aquello representa. Tuvo que evolucionar con los años, adaptándose a los signos de cada época, pero manteniendo los principios fundacionales. Así, fueron algunos aleccionados en la militancia y otros educados en la sensibilidad, unos en la ortodoxia y otros desde la disidencia, pero todos manteniendo las virtudes que aquellos maestros encarnaron, y no las enseñanzas que pudieron no practicar.

Las líneas básicas que Pedro Arrupe quiso impulsar lo fueron en esa dirección cuando -según su biógrafo, Pedro Miguel Lamet- ante la crisis de vocaciones, manifestó, que se requerían hombres para el futuro, pero que su preocupación era más por mantener el espíritu de la Compañía que por la propia congregación. El legado de Pedro Arrupe, sin duda, un legado ejemplar.