Hace unos días escuché a un sacerdote decir algo que me ha quedado grabado. Alertaba de que las personas necesitadas siguen teniendo hambre de comida, compañía y escucha. Que la solidaridad y nuestro compromiso con ellas no puede estar de vacaciones. Invitaba a que dejáramos de lado ese refrán tan potente que define la sociedad individualista en la que vivimos, ojos que no ven, corazón que no siente, para asumir su contrario, ojos que ven, corazón que siente. Una de las consecuencias de la pandemia, aparte de la sanitaria, emocional o la económica es la exclusión y la ignorancia sobre realidades que no han desaparecido en la sociedad, que están ahí, que las tenemos delante de nosotros, que nos están pidiendo a gritos que intervengamos y, en cambio, han desaparecido de nuestras prioridades.

Siéntese ante cualquier telediario y comprobará un hecho irrefutable: sólo se habla de la covid-19. El miedo que se está generando es tan fuerte y potente que va a ser la gran factura social que se va a producir y que tardaremos años en recuperar y superar. Esta obcecación implica que no veamos más allá de lo que estamos viviendo y, por ello, que ignoremos, que no sintamos los diferentes gritos de desesperación que pueden escucharse a diario y que nuestra sordina existencial impide que las afrontemos. Representan la invisibilidad de la sociedad actual; son los invisibles, los que son ignorados por los poderes públicos y por la gente de a pie. Sin embargo, los tenemos cerca porque forman parte de nuestro paisaje, pero no reparamos en ellos, porque pararse ante estas personas requieren nuestro tiempo en forma de compromiso.

Podríamos señalar muchas formas de exclusión y marginación. Pero me gustaría señalar tres problemas que como sociedad deberían afrontarse y que no podemos invisibilizar. Son tres: las prisiones, la enfermedad mental y el suicidio. De naturaleza diferente, qué duda cabe, pero que requieren toda una estrategia y política de Estado con una colaboración clara y directa con lo que asociaciones solidarias, iglesias e iniciativas privadas están proyectando en el ámbito de la sociedad civil. ¿Por qué estas tres?

Dostoievski decía que el grado de civilización de una sociedad se mide por el trato a sus presos. Una sociedad que olvida la oportunidad de volver a empezar, de asumir los errores cometidos y rehabilitar aquello que se ha hecho al margen de la ley es una sociedad enferma que anula la posibilidad de cambio y progreso. Creemos que en prisión están únicamente asesinos, estafadores y políticos. En cambio, la mayoría de la población reclusa son personas, hombres y mujeres, que han cometido errores que son superables, que requieren de atención e implicación para que vuelvan a la lógica social y aportar su granito de arena como todos y cada uno de nosotros. ¿Dónde se habla y se trata de este problema?

Las personas con enfermedad mental son otro grupo de invisibilidad. ¿Se ha caído en la cuenta de que han desaparecido los psiquiátricos? ¿Se ha caído en la cuenta de que hoy conviven con las personas mayores en las residencias? Durante la historia han sufrido un estigma social de burla y señalamiento. Cada vez hay más personas que padecen una enfermedad mental y como sociedad carecemos de estructuras que las acompañen y las traten. ¿Qué vamos a hacer con ellas? ¿Qué futuro se les va a ofrecer? Y sus familias, ¿qué apoyo institucional y social van a tener?

Por último, el suicidio, tabú de tabúes, la muerte que no queremos ver. La primera causa de muerte no natural en España con casi 4.000 víctimas al año y 9.000 intentos fallidos. Provoca más fallecimientos que los accidentes de tráfico. No existe ninguna campaña de concienciación ni una estrategia nacional al respecto. La depresión y la falta de sentido ante la vida están detrás de la mayoría de casos. Estas son algunas de nuestras invisibilidades que requieren que se les dé su palabra, su tiempo y presencia. Esperemos que en una época de distancia y mascarillas no se nos anestesie el convencimiento de que podemos pasar por ahí y pedir a gritos ser visibles para los demás. ¡Ojos que ven, corazón que siente!