Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Pilar Ruiz Costa

Escritos dominicales

Pilar Ruiz Costa

Echar de menos

Una interna en una residencia de mayores abraza a su sobrino a través de un plástico

Me ha llamado mi hija esta mañana para decirme que echa de menos al suyo. Ayer se marchó con su padre las dos semanas correspondientes de esta vida trashumante de las criaturas en custodia compartida. Una modernidad necesaria, seguro, pero a la que nuestros corazones ancestrales no se han adaptado del todo. Aunque la de ayer era su enésima mochila, algo ha sucedido esta vez, que ya lo echa de menos. La conozco como si fuera hija mía, así que no necesitaba de ese nudo en la garganta para saber el alcance de este echar de menos. Le he dicho —otra vez— que venga conmigo, hoy, ahora, aunque sea un par de días. Que hagamos esto o aquello. Porque —hay que ver lo que son las cosas— yo también la echo de menos... Cordones umbilicales mutados a cables de teléfono o hilos de WhatsApp. ¡No me malinterpreten! Anda que no he aprovechado al milímetro cada uno de esos raros intervalos en los que anduve sin cachorros para hacer esas otras cosas que con ellos aún no podía. Como viajar allá o aquí. Pero nada tiene eso que ver con no echar de menos. Que, con todo el rigor del mundo, nunca jamás en toda mi vida, los eché de más.

Las añoranzas lo son por lo que tienen de utopía y hay utopías más inalcanzables que el no verlos hoy o ahora. Hay ocasiones, por ejemplo, en que no importa lo feliz que eres este hoy, de repente, te da por añorar montones de ayeres. Por ejemplo, cuando te cruzas con alguna foto de unos mofletes sonrosados, de unas primeras pecas flanqueando una nariz sobre unas sonrisas melladas y querrías, cuánto querrías, tenerlos así aunque fuera un ratito. Hoy, ahora. Recuerdo que una vez llegué a casa del hipermercado contándole a mi hija, casi a gritos, antes incluso de guardar las bolsas de congelados, que la había visto, ¡que la había visto de bebé! Estaba ella en un carrito mirando con curiosidad la fila inaccesible de libros de cuentos y cuadernos. Empuñaba el carrito otra madre que no se parecía a mí en absoluto. Las descubrí por casualidad cuando estaba a punto de pasar de largo, pero aquella casi hija mía me miró y el corazón me dio un vuelco. Viré mi carro de la compra y sí, era ella ¡era ella! Nunca me había sucedido nada igual. Tuve que explicarle a aquella madre lo mucho que me recordaba a mi hija, ahora adulta, mientras me ponía en cuclillas a hablar con aquella criatura en el idioma de los niños. Mientras la niña viajera del tiempo me escuchaba sonriendo sin atisbo de extrañeza, aquella madre fue lo escuetamente amable que marcaba el protocolo y se largó por patas abandonando el proyecto de comprar un libro o lo que fuera. E hizo bien, porque de haberme dado coba habría sido capaz de tomar aquella niña contra mi pecho y olerle el cuello, por ejemplo. Debí parecerle una completa pirada y no nos engañemos: hasta lo más probable es que estuviera en lo cierto.

Mientras, mi hija, a la que echo de menos, echa de menos al suyo, he vuelto a pasar por la calle y me he parado a mirar aquel balcón del cuarto piso de la pequeña cocina de mi abuela y me han venido, así, de golpe, cien visitas de niña y las otras: donde era yo la de ponerle un bebé en el regazo. Niños con pecas vestidos de domingo con esa feliz certeza de que la bisabuela tenía sugus escondidos. Y el mío naranja. Y el mío azul. Eran otros tiempos. Ahora tocaba visitarla a ella. Antes, cuando era ella la que venía a visitarnos, éramos nosotros —los ahora padres— los de correr al verla llegar caminando bajo aquel solano sabiendo que traía sugus en los bolsillos. Exactamente uno para cada uno. En nuestra memoria colectiva es absolutamente imposible desasociar los sugus de la abuela-bisabuela. ¡Ay, si supiera la marca de caramelos todo lo que aquella mujer menuda de ojos celestes hizo por ellos! Y mientras mis ojos en ángulo agudo pendientes de un cuarto piso y yo la echábamos de menos, en presente, recordaba, quizá, las últimas veinte o treinta despedidas. Lloraba, porque le podía el miedo a no vernos nunca más. Nos echaba de menos en futuro, que desde la calle, hoy, ahora, me ha parecido una preciosa manera de querernos. He sacado una foto, no de una fachada, qué va, sino de un sentimiento y se la he enviado a mi hija. Porque la quiero, sobre todo, pero también con la premeditación y alevosía de este echar de menos acumulativo y multidimensional. Trashumante. Que abarca tiempos y lugares. Y olores. Y azules de ojos que te lloran y también azul sugus de piña. Y de balcones donde se enredan entre las enredaderas todos los momentos buenos. Pero también se la he enviado porque, caramba, si hemos de llorar, ¡que lloremos! Que vaya un llanto estupendo el de recordar todo lo que quisimos y nos quisieron. Y me ha dado por pensar ¡tan fuerte! Que hasta a mi nieto y su tatarabuela les tiene que haber alcanzado, que echar de menos, lo que de verdad, de verdad es echar de menos… es mirar al mundo y encontrarlo un poquito más vacío, mientras nosotros estamos tan tan llenos.

Compartir el artículo

stats