Las vacaciones, normalmente, son evocadoras de paz, tranquilidad, diversión. En general, todos preferimos ‘desconectar’ de las preocupaciones habituales y poder dedicar ese tiempo a recomponernos física y psicológicamente, disfrutar con familiares y amigos o de la soledad, y levantarnos cada día con alguna ilusión por cumplir, aunque sea ‘no hacer nada’.

Así planteado parece simple y me hace recordar la niñez, cuando se acababan las clases y teníamos más vacaciones de verano que las que se disfrutan ahora. Aunque nosotros no teníamos pueblo o casa de vacaciones y seguíamos en la ciudad, nuestra familia, dentro de sus posibilidades, intentaba que disfrutáramos esos días. Recuerdo con cariño que nos llevaban al Parterre o a la Glorieta o, incluso, como cosa especial, a los Viveros a pasar el día. También la aventura que podía ser ir un día a la Malva-rosa en el tranvía. La mamá y la abuela Carmen se pertrechaban bien de deliciosos bocadillos de tortilla de patatas, de tomate frito con longaniza y morcilla, de pimientos verdes con sardinas y, claro está, de mucha agua y refrescos. Como gran lujo, gaseosa El Siglo y zarzaparrilla de la misma marca.

En la playa, a sufrir el calor, pues no teníamos los medios de ahora, fácilmente transportables (silloncitos, sombrillas) y tampoco cremas protectoras. Además, íbamos a la playa gratuita, no a la que se entraba pagando. Por eso, la mami y la abuelita se pasaban todo el tiempo preocupadas, intentando que no nos quemáramos, ni ahogáramos; además, nos empapuzaban para que soportáramos el ejercicio que estábamos realizando. Mientras tanto, nuestro padre trabajando hasta las 8 o las 10 de la noche, más o menos, eso sí con chaqueta y corbata, aunque fuera agosto. El viaje hacia la playa era ilusionante. Creo que los tres hermanos vibrábamos de alegría. El de regreso, no tanto. Volvíamos derrotados, en muchas ocasiones quemados. Pero todo eso, al final, formaba parte de nuestra pequeña liturgia vacacional. Si había suerte y papá podía un día festivo iríamos, como gran hazaña al Saler o, lejísimos: al faro de Cullera. Otra opción, al monte, por Náquera… un lujo al alcance de algunos también. Lo más frecuente era jugar con nuestros primos, los que más tiempo estaban en València en verano. Eso era la gloria. Y, si podía ser, ir a verlos cuando iban a su pueblo o a los que tenían su casa de vacaciones.

Como decía mi abuela Carmen, el verano empezaba a despedirse cuando a mitad de agosto comenzaban las cabañuelas. Se ponía la tarde oscura y parecía que caía de golpe toda el agua que había en el cielo. Olía a tierra mojada. Al día siguiente podía amanecer soleado, aunque por la tarde, o pocos días después, el agua volviera a refrescar el ambiente.

En esas fechas llegué a identificar el nirvana de la felicidad vacacional con el hecho de estar ya aburrido de vacaciones y, aunque me gustara poco ir al colegio, empezaba a desear volver por ver a los amigos, aunque ese placer durara unos pocos días una vez empezaban las clases.

Comparar esas vacaciones sin noticias con las actuales me hace reflexionar. Ahora, ya tenemos lugar para ir de vacaciones y mis hijos, que decían que no tenían pueblo, ahora sienten que sí lo tienen. Me duele comprobar que mejorar las condiciones de vida, en muchas ocasiones no es sinónimo de una mayor felicidad. Lo fundamental de entonces: el cariño que ponía mi familia para que fuéramos felices y que no nos enteráramos, al ser niños, de casi nada de lo que pasaba en el mundo. ¡Vivíamos sin noticias!

Actualmente, la triste situación que venimos viviendo en España y en todo el mundo con la pandemia, a la que se le suman las catástrofes naturales y las insensateces de muchos políticos, nos lleva a pensar que estos años pasarán a la historia como una época oscura, en la que se nos bombardeó con malas noticias, aliñadas con frecuencia con mentiras y ganas de crear crispación social. La política emocional se ha apoderado de muchas de las televisiones y redes sociales, en especial YouTube y Twitter, que, aprovechadas por asesores maliciosos de partidos, logran, difundiendo noticias tóxicas, la desestabilización emocional.

Hoy podría haberme centrado en las noticias de agosto que me llaman la atención, pero creo que lo que me dará verdadera sensación de vacaciones será evitar a toda costa escuchar y comentar las noticias y esperar al chaparrón de septiembre, en el que nos encontraremos con decisiones ya tomadas mientras estábamos de vacaciones y que, deliberadamente, se dan en esas fechas para aprovechar el despiste.

Hoy por hoy lo siento, pero prefiero abrazar la ignorancia de estar sin noticias a que me amarguen, tal como ya hacen durante todo el año, con ellas. Habrá que reivindicar un ‘día internacional sin noticias’, para que la paz reine, aunque sea por un día. Necesitamos vacaciones y una cotidianeidad sin crispación. Felices vacaciones y, si pueden, disfruten de sus recuerdos sin noticias y creen hermosos momentos nuevos a recordar: los que no son noticia.