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Georgina Higueras

TRIBUNA ABIERTA

Georgina Higueras

El poder de la tribu

Una mujer con burka en un campo de refugiados en Kabul. HEDAYATULLAH AMID (EFE)

El ancestral poder tribal afgano ha vuelto a vencer a un imperio y a expulsar de sus áridas montañas al invasor extranjero. La ignorancia de la fuerza de estos vínculos y de la idiosincrasia afgana ha impedido toda posibilidad de victoria. Los talibanes, pertenecientes en su aplastante mayoría a la etnia pastún –a la que los derrotados ingleses del siglo XIX denominaron patanes–, se han servido de las conexiones tribales para mantener en jaque durante veinte años a los soldados de Edstados Unidos y de la OTAN hasta infligirles una humillante derrota.

En 1989, cuando los soviéticos se vieron forzados a abandonar Afganistán después de diez años de lucha contra los muyahidines –la alianza islamista radical que financiaba y armaba Estados Unidos en su empeño por evitar la expansión comunista–, Washington instó a la ONU a supervisar la celebración de elecciones. Los campos a lo largo de la frontera paquistaní donde se refugiaban tres millones de afganos se llenaron de propaganda electoral. «¿Por quién votará?», les preguntaba yo. «Por quien diga mi marido», respondían las mujeres. «Por quien mande el jefe de la tribu», contestaban los hombres. Las respuestas eran siempre las mismas, por mucho que les insistiera en que el voto era secreto. La guerra contra el Gobierno procomunista de Nayibulá continuó y las elecciones libres no se celebraron.

En el Kabul que conocí en 1989, las mujeres estaban integradas en la sociedad, estudiaban, trabajaban, paseaban, eran funcionarias, profesoras, sanitarias, etcétera. Ninguna llevaba burka, solo algunas viudas de la guerra que pedían limosna a la entrada del mercado central. Como las demás afganas, jugaban un papel central en el núcleo familiar que, a su vez, es una unidad básica de la tribu.

Las lealtades tribales van mucho más allá de la política y son mucho más firmes que la pertenencia a un partido, una organización o una institución. Conocí a muchas familias que tenían a un hijo en la guerrilla islámica y a otro en las filas del Ejército comunista. Me costaba entenderlo, pero ellos lo consideraban normal. «Todo es Afganistán. No se puede abandonar una parte», me comentó la mujer del ministro del Interior.

En estas redes se ha tejido la victoria talibán. Durante los 20 años de guerra, al igual que en los 10 contra los soviéticos, las tribus han tendido sus mallas y se han infiltrado en el Ejército, los servicios de espionaje y la economía. Conforme percibían el cansancio de los invasores y la urgencia por salir del atolladero afgano, la urdimbre tribal se iba haciendo más sólida, más extensa e irreconocible para los extranjeros, que nunca penetraron más allá de la capa externa de la sociedad afgana.

Sun Zi, el gran estratega chino, decía hace 25 siglos que la guerra más victoriosa es la que no se libra, pero que, si pese a ello decides guerrear, debes conocer muy bien al enemigo. El gran fracaso de EE UU en Afganistán no ha sido la desintegración como un azucarillo del Gobierno que apoyaba, sino la entrada en un país del que no sabía nada. Desde el día cero, los jefes tribales se confabularon con los talibanes para echar a los intrusos. Poco importaba si se perdían las primeras batallas bajo la presión de una maquinaria armamentista mucho más desarrollada y potente. Lo fundamental era mantener la fidelidad tribal.

El 40 % de los afganos es de etnia pastún. Washington se apoyó en los tayicos (20 % de la población) para acabar con el régimen talibán y después les recompensó con numerosos puestos en la Administración afgana, un grave error que cometería también en Irak. Esta marginación le granjeó el odio visceral de los pastunes que, como etnia mayoritaria, había gobernado tradicionalmente el país. Escuché siempre la amarga queja pastún en mis posteriores viajes a Afganistán.

Muchos de los «300.000 soldados afganos tan bien equipados como los mejores ejércitos del mundo» de los que se vanagloriaba Biden en la conferencia de prensa del 8 de julio eran, como se ha visto una semana más tarde, talibanes infiltrados que han recibido sin disparar un tiro a sus auténticos jefes. Estados Unidos, sus aliados de la OTAN y otros muchos países que se sumaron a la coalición para doblegar a los islamistas afganos gastaron miles de millones de dólares en formar al ejército y a la policía sin entender que estaban empoderando a los que un día iban a expulsarles del país. 

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