Recordaba haber visto por Youtube las imágenes del Bayern-Valencia de la Recopa del 68 y, con la noticia de la muerte de Gerd Müller, quise rescatarlas a modo de homenaje a Der Bomber, verdugo de los valencianistas con su gol en esa eliminatoria. El ambiente en el Grünwalderstadion es crudo. La temperatura era de 11 grados bajo cero cuando se aterrizó en Múnich. A la hora del partido es de dos grados negativos, con la nieve apartada a palazos en las líneas de banda. Maier y Abelardo juegan con chándal largo. Y justo antes del tempranero gol de Müller, de esa contra de libro y la carrera con los puños al aire de la celebración, el momento. «¡¡Valencia, Valencia, Valencia!!» se escucha nítidamente en el balonazo lanzado desde la defensa, una piedra helada de fango que Waldo alcanza a peinar, quedando aturdido. «¡¡Valencia, Valencia, Valencia!!», gritaban centenares de emigrantes valencianos, que habían viajado desde distintas ciudades de Alemania en las que trabajaban como obreros textiles o en la construcción. Una minoría entre los 35.000 espectadores, pero que se hicieron notar con gritos y tracas. Por mucho que los avatares vitales les hubiesen alejado de Mestalla, en toda maleta había hueco para cohetes y un banderín del Valencia.

«¡¡Valencia, Valencia, Valencia!!», cántico básico, con coreografías las justas. Ese rugido de fondo que te dibuja una sonrisa cuando ves un partido europeo por televisión. Los títulos son solo una referencia para medir la grandeza de un club, irrelevante al lado de la fidelidad de las familias de aficionados que dejaron su tierra y, con la distancia, aumentaron la intensidad de su nexo sentimental con el club. De ahí que un partido en Múnich, en Amberes ante el Bereven, en Luxemburgo o Lausana, desde los años 60, convocasen cálidas manifestaciones de afecto hacia el club. Tras cada uno de esos encuentros, Pasieguito se emocionaba al ir a saludar a los seguidores desplazados, que habían asistido al partido pidiendo permiso en la fábrica. El Valencia de Vicente Peris tenía claro que su misión era la de ganar partidos pero, también, cumplir con el fervoroso deber de servir a sus aficionados, por muy lejos y aislados que se encontrasen. Por eso es tan y tan grande la historia de México, donde un grupo de exiliados creó un Valencia FC para jugar en categoría amateur. Un gran póster del Valencia CF de Puchades decoraba las instancias de la Casa de Valencia en el DF. En «Senyera», la revista del centro, Julio Gascó Zaragozá, fundador del club en 1919 y primer capitán del equipo, izquierdista exiliado tras la guerra, reflejaba en la publicación los títulos y logros del equipo, a 9.400 kilómetros y sin tener apenas contacto con España, por la ausencia de puentes diplomáticos. Costó, siete años, desde 1956 hasta 1963, pero el Valencia con mucha discreción, con centenares de llamadas telefónicas y en encuentros hasta en cacerías, fue poco a poco sorteando las reticencias del franquismo para que el equipo pudiese finalmente visitar al exilio valenciano en México. «Allá ustedes», respondía el régimen, con Peris obligado a recorrer en coche la península hasta Lisboa para tramitar los visados y hacer posible un encuentro apoteósico.

Es el Valencia de México y el de Caracas, con otra gran expresión de valencianismo con las visitas por la Pequeña Copa del Mundo. Es el Valencia de Río de Janeiro, cuando en su intento de fichar a Pelé, Eduardo Cubells aprovechaba su estancia para tomar cafés con valencianos emigrados, como los Aliaga. Y es el Valencia de hoy. El Valencia que he visto en tantos hoteles de concentración, cuando en las horas previas al encuentro, los añorados Juan Sol, Jesús Barrachina y Jaime Ortí repartían pins y abrazos a los peñistas de León, Vigo, Madrid o Bilbao, o a jóvenes que curran de camareros en Londres o Glasgow, con sus rostros entusiasmados ante uno de esos días grandes en las que la militancia cobra todo su sentido. Es el Valencia que vi en Suiza, en un estadio perdido en mitad de los Alpes, con solo una grada y los fondos de la portería delimitados por las montañas. Había acabado ya el partido contra el Sporting de Portugal y los peñistas de Ginebra, con el campo vacío y un altavoz traído de casa, cantaban «Un beso y una flor» de Nino Bravo, limpiándose las lágrimas con las manos porque el Valencia llena un poco el ligero equipaje de su tan largo viaje.

Convendrá recordar cuál es la dimensión real del Valencia cada vez que alguien repita cuál es la mayoría accionarial, cada vez que alguien ose pronunciar «pues ponlos tú», cada vez que alguien vuelva a mandar callar a la grada o mantener silenciadas desde hace ciento y pico días las redes sociales del club. El Valencia CF es infinito.