No me preguntes cómo, pero lo sé. Lo sé perfectamente. Circula entre los repliegues de mi cerebro una idea exacta del rictus que contrajo el rostro de aquella televendedora cuando le dije que no me interesaba el netflo ni quería más canales en la tele. Quizá es la clarividencia que da tirar de cajón y repartir publicidad mientras otros hacen másteres; o no haber catado el mundo pandereta del pijerío, donde la congoja es buscar decorador y el hábito es hacer la croqueta mientras alguien fregotea la casa y adereza el condumio. No lo sé ni me importa, porque lo cierto es que tengo presente, con asombrosa nitidez, la sensación que tuvo y la expresión que puso la teletendera cuando rehusé la propina envenenada que a cambio del wifi regalaba la compañía.

Ella presupuso que a nadie le amargaría, en esta época, un dulce audiovisual, un algodón de azúcar sicalíptico, sensacionalista e intelectualmente ofensivo de los que tanto gustan a la plebe laminera, mazorral y gregaria. Pero yo reiteré mi negativa, y quedó un instante suspensa, confusa, intentando pegar la hebra desde algún punto de intersección que, sin embargo, no lograba encontrar. Me apresuré a desengañarla para que no perdiera el tiempo: “es que no quiero más canales de televisión”, espeté; y añadí: “hasta he quitado varios de los que tengo”. Aquello no dejaba lugar a dudas. La telechalana dejó escapar un “¡aaaah, vale!” de comprensión, de asombro, de aceptación y de conmiseración, especiados con su pizca —volátil afrutado en los caireles del tonillo— de cachondeo: yo era un «friki», un amish a la europea que desdeñaba el progreso y me privaba, por alguna clase de penitencia, del sabrosísimo/estultísimo/voyeurísimo apantallamiento; un tipo raro, un tarado, un subnormal que seguramente pasaba las horas muertas andando, leyendo e incluso —fugite, partes adversae—, sentado en una silla contemplando en silencio el disparatorio que le rebulle por la calavera. Noté su tristeza, su extrañeza, su compasión al despedirse.

No insistió más. Los individuos como yo no cuentan para el marketing: son imponderables del mercado, una suerte de residuo inaprovechable. Sentí decepcionar a la pobre mujer, que chamarileaba por teléfono mientras otros cursaban másteres; que perdía ventaja por las circunstancias de la vida. Pero todavía sentí más que, aun compartiendo conmigo una misma o similar peripecia existencial, le costase tanto entender mi punto de vista. Es el gregarismo, que hace auténticos estragos; estragos transversales que trascienden las «clases» y afectan lo mismo a los pobres que a los ricos, a los que conocen la vida real y a los que habitan su pequeño y apócrifo reino de Ben & Holly, que vale aquí tanto como la estúpida Jauja de los niños de papá.

La vendedora me ofrecía el chilindrón, el gaje supremo, el premio gordo: nada menos que netflo y una gavilla de canales: pantalla y más pantalla para dejarse las horas y los ojos, para dejarse modelar la sesera y llegar sin esfuerzo al nirvana de la chusmización, de la fusión plebeya, esa nueva religión de los ignorantes, ese tótem de quienes buscan el refugio del rebaño, de los que se sienten seguros cayendo en grupo al precipicio. Me ofrecía lo más de lo más, y a mí va y me parece lo menos. Qué falta de sensibilidad por mi parte. Qué poca delicadeza. Dejar pasar semejante ocasión de integrarme, de abandonar el individualismo, de renunciar a mi carácter y ser como todos. Así no llegará nunca la republicona; y la «matria», la motria, la mutria, la crápula que venían, que vienen, que rabian por instalar definitivamente la estupidez máxima —la estupidez integral que unifique al mundo en la mediocridad— no acabarán de cuajar.

Ya te digo que imagino a todo color la cara que puso la del teletimo, pero sólo alcanzo a entrever, semiocultas en la bruma, las causas de su extrañeza. Posiblemente me distrae, me anquilosa la inteligencia una docena de libros que tengo esperando encima del velador, tan interesantes que no sé por cuál empezar.