Agosto apura sus últimos días. Hemos vuelto a recorrer el sendero que bordea el río entre zarzales de moras que ya ofrecen sus frutos negros. Su sabor agridulce nos devuelve la felicidad de los veranos de la infancia. El perro recorre con alegría el camino por donde ha transitado el rebaño de ovejas a juzgar por las numerosas muestras que han ido dejando a su paso guiadas por el pastor, un chico de origen magrebí, y los perros ovejeros que ordenan con seriedad el grupo. Los vecinos del pueblo comentan el calor sofocante de estos últimos días que deja desiertas las calles en las horas solares más vengativas. Como el escenario de un ‘spaghetti western’ con sus calles vacías de cartón-piedra y polvo antes del duelo final. Hasta parece escucharse el sonido de la trompeta con el característico degüello del compositor de turno que precede al desafío. Dentro de las casas, los viejos muros nos dan refugio y frescor sin peaje. La presencia de las moscas incomoda nuestro estatus ciudadano combatiendo al vecino inoportuno con todos los medios a nuestro alcance. Batalla imposible de ganar. Un grupo de moscas, quizás descendientes de aquellas otras moscas machadianas -«voraces como abejas en abril»- reaparecen victoriosas de nuevo en el horizonte dispuestas a reconquistar su territorio.

El campanario de la iglesia sigue señalando las horas del día con la ayuda de la tecnología que hace tiempo sustituyó el músculo rústico. La pandemia ha alterado los hábitos y aguardamos disciplinadamente en cola para entrar a la panadería de uno en uno. Es el momento de iniciar una conversación a propósito del cierre de uno de los establecimientos hostelerosmás conocidos de la comarca que en otros tiempo recibíaa los viajeros que llegaban de la ciudad en autobuses dispuestos a pasar el día y probar las especialidades de la comarca. Otros establecimientos aguardan su cierre definitivo entre la resignación y el «¡qué le vamos a hacer!». Los pasillos del Chárter del pueblo en este mes de agosto parecen el metro en hora punta a pesar de las normas de entrada que impone la covid mientras nos esforzamos en alcanzar la leche semidesnatada y un paquete de papel higiénico. Echar marcha atrás para coger algún producto que se nos había olvidado puede resultar una empresa peligrosa, de manera que desistimos y continuamos la travesía de las Termópilas. La llegada a la caja para pagar es como la entrada del vencedor del Tour de Francia por los Campos Elíseos.

De buena mañana, cuando el sol todavía no se ha asomado por detrás de la sierra, emprendemos el camino hacia una de las montañas vecinas donde nos aguardan grandes extensiones de campos de tomillares y la mirada vigilante y curiosa de un gavilán que nos acompaña un tiempo durante la excursión. El silencio de la montaña se impone con autoridad a los sonidos de nuestros artefactos móviles. A pesar de la soledad, nos sentimos protegidos por esta naturaleza que nos abriga bajo ese gran cielo azul intenso que allá abajo en la ciudad blanca es solo recuerdo de algunos días del año. Campos de almendros semiabandonados ilustran la belleza austera del paisaje entre pinares y barrancos. Antes de que el rey sol se imponga de nuevo con toda su jerarquía emprendemos el camino de regreso. El recuerdo de la jornada queda memorizado en el móvil que después dejará constancia en nuestras cuentas de Facebook e Instagram.

Después, al caer de la noche, mientras los niños juegan por la plaza y los vecinos salen a la calle, aguardaremos de nuevo que el cielo se cubra de estrellas. De nada habrá servido todas nuestras lecturas sobre constelaciones y trataremos inútilmente de discernir allá arriba Casiopea y más allá, Andrómeda, y la Osa Mayor y la Osa Menor en el gran tablero celeste. Quizás alguna estrella fugaz como mensajera de nuestro último deseo del verano. La aparición de la Vía Láctea en forma de gran río de estrellas nos devuelve el renacido milagro de una noche de verano sin necesidad de GPS.