Hay una escuela que no cierra por vacaciones, donde no hace falta inscripciones previas y no tiene plazas limitadas. Tiene puertas abiertas de par en par para que el viento fresco siga su camino. Hay una escuela de libertad en la que se aprende mucha vida: la escuela de nuestros mayores.

La vida de los abuelos y abuelas no tenía tanta prisa. Ellos no la recuerdan inventando minutos continuamente. La recuerdan con ganas, con decisión y esfuerzo, con el tiempo como amigo, y con amigos de mucho tiempo. Sin parquímetros de relaciones temporales, sin seguidores y centenares de contactos, sin fotos de perfil, sin filtros ni bloqueos, ni la colección sin sentido de nombres y apellidos de cualquier red social.

Los pueblos de verano son hoy la escuela de los mayores. Donde se enseña a sortear la vida, a respetar el tiempo y a agradecer lo que venga. En la escuela de los mayores las expectativas se asumen, se pelean y se disfrutan. Sin tanto drama. Sin vasos en los que ahogarse.

En la escuela de nuestros mayores los miedos se sientan a la fresca, se hablan y empequeñecen cuando empiezan los turnos de palabra. Es el lugar para repasar el día, de aprender en grupo, escuchando. Las orejas de nuestros mayores no son tan grandes por casualidad, han crecido a base de palabras. En la escuela de nuestros mayores se enseña a mirar a los ojos a la vida y preguntarle cosas, sin miedo a las respuestas y sin pantallas donde esconderse de verdades que no tienen botón de off.

Los abuelos y las abuelas, que hoy viven en la cuenta atrás de sus vidas, siguen buscando el sentido de los días que les quedan y siguen encontrándolo. Son expertos y expertas en salir adelante. Confiaron en sus valores, jamás se fallaron a sí mismos y sabían que en la alianza estaba la clave para vivir en paz. Quizá no llegaron a conocer a tanta gente como conocemos ahora, tampoco fue necesario. Conocieron a los que conocieron, eligieron con buen criterio y nunca se sintieron solos. La soledad no es una cuestión de número. Supieron encontrar el alma en las miradas y la lealtad en las palabras. Sabían de qué iba esto.

Y nosotros, cuántas veces los habremos oído sin escucharlos. Cómo nos hemos desorientado por mirar brújulas ajenas. Estábamos tan seguros de que sabíamos el camino… nosotros, los que sí fuimos a la otra escuela. Y con tanto título, comparaciones y aspiraciones nos olvidamos de lo que somos, de lo que ellos han sido para nosotros y de lo que nos enseñaron o tratan de enseñarnos todavía a través de nuestros hijos.

En la escuela de los mayores, la vida huele a galletas amontonadas y vasos de leche que saben mejor acompañados. Lo que daría por recuperar un hueco en el bordillo aquel de aquella sala de reuniones cubierta de estrellas, mientras se nos pasaba la noche obedeciendo al insomnio.

A unas cuantas carreteras y caminos se encuentran estos lugares que esconden raíces de cosas importantes. Bien lo saben los pequeños que cambian sus infancias de ciudad por bocanadas de libertad. Un lugar donde los peligros se cuentan con los dedos de una mano y donde irremediablemente se sienten mayores cuando les enseñan autonomía.

A nosotros, los de la generación del medio o los de la generación del miedo, también nos dijeron de qué va la vida. Quizá llevamos demasiadas cosas en la cabeza y nos olvidamos rápido. Pero recuerda que llegará un tiempo en el que serás tú el responsable de otra generación de escuela de verano. ¿Te has planteado qué aprenderán tus nietos en ella?