Desde que, en el mes de marzo de 2020, en plena aplicación y vigencia del Estado de alarma, tuve la oportunidad de escribir en este medio, he tenido el privilegio y la posibilidad de conocer a personas que escriben aquí, que usted, estimado y paciente lector, puede disfrutar a diario. Una de ellas es Amparo Zacarés, una de las figuras que más está trabajando en España para entender la educación desde una verdadera igualdad. Es para mí más que un referente intelectual, ya que su compromiso es claro y nítido para con los problemas más acuciantes de la sociedad. Tiene la maestría de clarificarlos, ponerlos sobre la mesa y dar razón de lo que vivimos con un lenguaje profundo a la vez que sencillo. Fiel a su estilo, el pasado 18 de agosto publicó en esta misma página el artículo ‘A los pies de los talibanes’, en el que denunciaba, no sólo la situación que van a vivir las mujeres en ese régimen fanático, irracional y despótico, sino una realidad que en Occidente tenemos que asumir de una vez y es la tiranía del relativismo cultural: «Aun así -argumentaba- todavía habrá quienes, antes las imposiciones que el orden talibán patriarcal va a aplicar a las mujeres, se encogerán de hombros y las justificarán como meras costumbres arcaicas que hay que tolerar porque la diferencia cultural debe respetarse».

La hora de la verdad

Si estas justificaciones se dan es por un motivo claro: porque ya no se cree en la verdad. Uno de los problemas más acuciantes que tenemos hoy es qué decir, qué argumentar y qué defender en tiempos de la posverdad. Su mentor, no lo olvidemos, el más completo mago de los medios de comunicación de la era moderna, Joseph Goebbles, repetía hasta la saciedad su método para violar la verdad, para destruirla y aplicar una de las mentiras más influyentes de la historia, la superioridad de las personas por su origen racial, llevando a cabo un sencillo principio que hoy se aplica en las redes sociales como si de una norma escrita se tratara: «Una mentira contada una vez sigue siendo una mentira, pero contada mil veces se convierte en una verdad». Hemos aceptado con tanta asiduidad y normalidad que tenemos que ser tolerantes, que debemos respetarlo todo, que cada cultura tiene sus propios principios y que deben ser aplicados. Por contra, hemos obviado otro principio crucial: ¡cuando todo vale, nada vale! Sin embargo, tenemos un dique de contención contra ese relativismo y es la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Como la misma Amparo diría, está claro que en la historia nos movemos por convenciones y que aquéllos son una construcción cultural, sí, de acuerdo, pero con una pretensión de universalidad que combate toda exclusión a partir del concepto de dignidad. Que ésta no se respete, que se viole sistemáticamente, no implica que no sea verdad.

Conviene recordar que el concepto de dignidad es producto de la secularización del carácter sagrado de cada persona creada por Dios. Seamos creyentes o no, la dignidad lo que indica es que cada persona es única, es un absoluto que tiene que ser respetada sea cual sea su procedencia, su fe, su color de piel, su situación económica, su inclinación sexual… ¿Es la Declaración Universal de los Derechos Humanos un producto más de la historia? Sí, procede de ella, pero lo que afirma y defiende es susceptible de universalidad, son los mínimos sin los cuales una persona y cualquier colectividad humana no puede prescindir; si lo hace, está destinada a la guerra y a la violencia. La única verdad que existe es que las personas necesitamos amar y ser amadas. Compárese cuando un joven galileo llamado Jesús de Nazaret decía «la verdad os hará libres», que no es otra cosa que el respeto absoluto de toda persona por encima de cualquier circunstancia con el mensaje de la puerta de entrada del campo de exterminio de Auschwitz: «El trabajo os hará libres». Es, por tanto, la hora de la verdad, la hora del compromiso, la hora de alzar la voz para denunciar el escándalo de la pobreza venga de donde venga. Sólo así podremos avistar un horizonte de esperanza en la dignidad y la verdad de cada persona.