Allá por los años sesenta del pasado siglo, nuestro país se pobló de unos señores muy trajeados (no había apenas señoras en ese cometido) que recorrían los edificios, puerta por puerta, para buscar socios para la editorial Círculo de Lectores. Fue una iniciativa elogiable en una España gris e injusta donde sólo una minoría de privilegiados tenía verdadero acceso a la cultura. En aquellos tiempos, la literatura gozaba de un indudable prestigio social y las clases medias y bajas soñaban con imitar a los ricos burgueses con carrera universitaria y estanterías repletas de libros. A veces, aquella emulación no apuntaba únicamente al fondo, sino también a las formas hasta el punto de que algunas familias encargaban los libros al Círculo de Lectores por metros (sí, han leído bien, por metros) para llenar las estanterías que habían comprado para el comedor.

Libros por metros

Parece una historia de otra época y quizá de otra galaxia hasta que nos hemos encontrado con la sorpresa de que papeles de pared que simulan bibliotecas pueden adquirirse en Amazon por unos 70 euros. De esta manera, los clientes pueden presumir de la posesión de numerosos y muy respetables libros sin la necesidad de comprarlos ni, por supuesto, de leerlos. En definitiva, que la cultura letrada no ha perdido todo su atractivo, o al menos lo ha derivado a una faceta decorativa. Así las cosas, en salones y dormitorios atestados hoy de aparatos digitales una buena biblioteca de pega otorga un aire esnob y cosmopolita al domicilio. Coses veredes, Sancho, como diría el Quijote.

Una ensayista norteamericana, Jessica Pressman, ha llegado incluso a teorizar esta tendencia que ella llama ‘bookishness’, es decir, adicción a los libros. Esta profesora define el fenómeno como «actos creativos que se relacionan con la materialidad del libro dentro de una cultura digital» y, de hecho, viene a confirmar que los libros como objetos nunca desaparecerán. Entretanto, las cifras de lectores de literatura en nuestro país mejoran poco a poco e incluso han recibido un impulso en tiempos de confinamiento durante los que el 57 % de la población mayor de 14 años leyó durante sus horas de ocio. Ahora bien, no conviene resignarse a estos datos en una España donde uno de cada tres compatriotas no lee nunca ningún libro. Valdría la pena subrayar lo de nunca. Por ello no resulta de extrañar que Patrici Tixis, uno de los responsables de los editores españoles, haya calificado de asunto de Estado la necesidad de incrementar los índices de lectura.

En cualquier caso, mucha gente del sector se pregunta qué ocurre para que esas cifras sean tan pobres en comparación con otros países europeos. En una España donde la enseñanza secundaria es obligatoria, donde millones de personas han cursado estudios universitarios y donde hasta pequeños pueblos cuentan con bibliotecas públicas, ¿por qué no se lee más? La pregunta queda en el aire, pero deberían contestarla no sólo las autoridades culturales, sino profesores, periodistas, editores, libreros, autores y todas aquellas personas con influencia en los gustos y en las aficiones sociales. Porque la literatura fomenta gentes libres y con criterio propio y, al mismo tiempo, procura placer y se convierte en adictiva. Pero se trata de una adicción que pasa por sumergirse en las historias narradas y no en decorar las paredes con papel pintado de lomos de libros.