El pasado lunes moría el filósofo Jean-Luc Nancy en el Estrasburgo en el que trabajó desde aquel mítico año de 1968, cuando ingresó en el cuerpo docente de la Universidad Marc Bloch, a los 28 años. Allí cooperó con Philippe Lacou-Labarthe, dieron clases juntos hasta 1980 y editaron en 1978 el primer libro importante, ‘El absoluto literario’, una verdadera clave para entender el ‘arcanum’ del pensamiento francés contemporáneo, en el que se enfrentaron a la teoría literaria del romanticismo alemán. La relación entre estos dos pensadores constituye un caso muy particular de la filosofía del último tercio del siglo XX. Los dos amigos, que impartieron juntos sus cursos durante una década como una forma de superar la falta de creatividad de la filosofía académica, influidos por el situacionismo, fundaron por aquellos primeros años una comuna con la idea de realizar las ideas del ‘mayo francés’.

Sin embargo, su comprensión del rumbo de la filosofía francesa los llevó a organizar, en 1980, la célebre conferencia en Cerisy La Salle dedicada a Derrida. Este fue el momento central de la evolución de Nancy, que desde entonces se vinculó con fuerte sentido de la amistad intelectual al genial Derrida, que le correspondería dedicándole un libro importante, ‘Le Toucher, Jean Luc Nancy’. Poco después del seminario, los dos amigos de Estrasburgo se asomaban a 45 Rue d’Ulm de París, a la École Normal Supérieur de París con la fundación del Centro de investigación filosófica sobre la política, que tuvo una considerable influencia al dar a conocer una pléyade de pensadores políticos bajo el rótulo de pensamiento pos-fundacional, según lo ha caracterizado Oliver Marchart.

La clave del centro fue la recepción creativa de Hannah Arendt, que se negaba a proponer una teoría política y que no deseaba hacer las paces con la ciencia política empírica. La clave del pensamiento del centro estaba en la diferencia entre la política en sentido institucional y lo político como dimensión de conflicto insuperable que atraviesa lo social. Este conflicto no puede suturarse desde normatividad alguna, sino que constituye la historicidad misma de lo social, lo que Ranciére llamaría ‘le mésentente’, el desacuerdo o discordia. Junto a Nancy y Ranciere, en esta línea irían Lefort o Badiou, pero no conviene olvidar a Miguel Abensour. Todos ellos presentan el conflicto como inacabable. Esa es, curiosamente, la condición para no considerar ningún conflicto como apocalíptico y último.

Sin embargo, Nancy es mucho más que un filósofo de la política. Sus inquietudes y sus intereses son más amplios y comparte con sus amigos la capacidad de escribir sobre cine, sobre el problema de la imagen y sobre artes menos frecuentadas por todo ellos, como la danza. Y es que, en realidad, Nancy recoge el antiguo interés por el cuerpo, propio de la filosofía francesa. Lo era ya cuando el problema de la sexualidad lo atraía con fuerza, y lo fue todavía más cuando tuvo que sufrir en 1992 un trasplante de corazón que le permitiría sobrevivir, no sin dificultades, durante cerca de treinta años. Fue su propia experiencia, por tanto, lo que lo llevó a sus más importantes reflexiones sobre el problema de la identidad imposible del ser humano, que se encuentran en su obra ‘El intruso’.

Nancy, que fue muy amante de las paradojas, no deseaba romper con la identidad personal, sino con una comprensión compacta de la misma. En realidad, la reserva frente a lo compacto es su método de producción de pensamientos. Más que idéntico, lo que sería trivial, el ser humano es singular/plural. No puede dejar de ser uno y lo otro. Lejos de la radicalidad de Deleuze, Nancy juzga que el cuerpo siempre está en relación con otros cuerpos, y nunca es indivisible; pero en lugar de disolverse en la relación infinita con otros, mantiene una permanencia que permite la reunión de esos opuestos de ser uno y muchos.

La relación de los cuerpos siempre está abierta, pero a la vez siempre está cerrada desde la ley de no ser rozado, la impresión de sacralidad que produce tocar otro cuerpos. No es que el ser humano sea como dice la fábula del erizo. Es que la relación es apertura y al mismo tiempo miedo al tacto, como decía Canetti. En ningún aspecto se verifica mejor esta situación que en la sexualidad. Se supone que es el momento de máxima apertura y al mismo tiempo de máximo repliegue sobre sí mismo, y por eso, el permiso por el que revocamos la prohibición de tocar al otro en cualquier momento puede clausurarse, reemerger la prohibición y pronunciarse el no. Entonces dejan de hablar los cuerpos y resuena una voz misteriosa que procede de más allá de ellos, de su afuera. Esa voz es como un cuchillo y separa.

La comunicación de los cuerpos no puede disciplinarse en esferas de acción y por eso las instituciones están sometidas permanentemente a su desborde. Pero para garantizar esa apertura, debe ser desbordada, como dice Nancy, toda idea de comunidad que mantenga férreamente institucionalizadas las formas comunicativas, que haya prefijado el régimen de las voces, de las relaciones, de las conversaciones. Por eso, en buena medida Nancy es para nosotros el pensador de la comunidad, pero de una que debe ser tenida en cuenta como punto de partida de su propio trabajo de disolución, considerándola desde un afuera no integrable en ella. No se puede cerrar, porque nunca está verdaderamente fundada. Un aviso, desde luego, contra los nacionalismos.

Una vez más vemos que nada puede ser presentado como compacto. Este pensamiento es el que orienta lo productivo de la deconstrucción en Nancy. Ésta sería el método de reconducirlo todo a su verdadera condición de incompleto, defectivo, ‘en partance’, o como dice esta columna, ‘De paso’. En este sentido, la deconstrucción sería una forma de reducir el programa ideológico de presentar algo como fundamentado. Desde esta perspectiva, nada sigue siendo más necesario hoy, si apreciamos el aumento continuo de tipos humanos que vuelven a ser compactos, absolutos, cerrados, aferrados a un régimen de relaciones excluyente, que aspira al imposible de relacionarse solo consigo mismo.

Ello nos lleva a la cuestión de la Ilustración, encontrar la estrategia en que el fanatismo se puede entregar a sus propios procesos de disolución. Y aquí comprendemos que deconstruir la tradición filosófica que debía acabar con la superstición es más fácil que acabar con la superstición misma. Esta es la grandeza y la miseria de la filosofía. Sabe corregirse a sí misma mucho antes de corregir aquello que era su problema. Por eso, Nancy, como otros, asumió formar parte de la Ilustración inacabada, infinita.