Lo cuenta Anna Wiener en ‘El valle inquietante’ (Libros del Asteroide, 2021): entre los principales objetivos contemplados en la adquisición de ‘start-ups’, las grandes firmas tecnológicas de Estados Unidos incluyen «la captura» de sus plantillas. Un criterio que amplía las razones tradicionales por las que una empresa adquiría a otra; entre éstas, su cuota de mercado, el renombre de la marca, la solvencia financiera y, en algunos sectores, la localización de sus inmuebles o el valor de sus patentes.

El ejemplo de las firmas tecnológicas americanas nos informa de que el capital humano -el conocimiento, y las habilidades y destrezas de los empleados- es considerado el primer detonante de la empresa, con la potencia suficiente como para proyectarla hacia el universo de los unicornios (empresas que consiguen valoraciones superiores a los mil millones de dólares). Tanto es así que resulta común la distribución de acciones de la empresa entre sus trabajadores como medio para un doble fin: asegurar su permanencia y estimular la productividad de su desempeño profesional.

La penetración del conocimiento como fundamento de la empresa y la habilidad de ésta para encontrar en cada uno de sus empleados aquellas cualidades que lo singularizan, constituye el reverso de la imagen que resulta frecuente en nuestra realidad. Basta un repaso somero a las estadísticas desagregadas de la Seguridad Social para que se revele una fotografía desoladora: la abrumadora presencia de contratos laborales relacionados con las categorías profesionales de menor exigencia formativa y baja retribución y la parsimoniosa aparición de los que se sitúan en el ángulo opuesto. Un contraste que, desde otra perspectiva, ya se advirtió tras la crisis de 2008, cuando las empresas alemanas optaban por ajustar los horarios y salarios de modo que se minimizaran los despidos de sus trabajadores, mientras que, en España y la Comunitat Valenciana, la rescisión plena del vínculo laboral constituía la respuesta predominante. Una demostración de que la plantilla no se incluía entre los primeros activos de la empresa.

Que la habilitación de los ERTE haya evitado la repetición de aquella traumática experiencia en la etapa recesiva de la covid, no evita advertir la distancia entre unas empresas y otras o, para ser más precisos, entre las cualidades del capital humano que cada tipo de firma demanda para progresar en su mercado o en el nicho de éste que ha escogido como objetivo prioritario. En el caso valenciano existe una clara dualidad empresarial, con el añadido de que el volumen de empresas de menor dimensión, capital, innovación, exportación y baja formación de directivos y trabajadores sobresale sobre las que reúnen las características opuestas. Las consecuencias son bien conocidas: salarios y renta per cápita inferiores a la media española, rentabilidades muy ajustadas en los sectores con mayor proliferación de pequeñas empresas, una base fiscal que perjudica la obtención de ingresos públicos y la contratación de trabajadores que perpetúan la brecha de conocimiento existente. Y, como resultado de esta última, una menor capacidad de atracción de las empresas foráneas con objetivos de inversión, en España y el resto de Europa, que privilegian la presencia de un denso sedimento de formación profesional.

Bajo las anteriores condiciones, cobra escaso sentido en la Comunitat Valenciana una sentencia que ha ganado cierta fama: «pensar en global y actuar en local». Para lograr lo primero se precisa de empresas -nuevas o renovadas- con un adecuado nivel de conocimiento y creatividad en sus plantillas, complementado con el adquirido en centros de investigación o tecnológicos cercanos. Internet puede poner a disposición de cualquiera gran parte del conocimiento existente en el mundo, pero comprenderlo, asimilarlo, difundirlo y aplicarlo para crear un nuevo saber específico requiere de un proceso previo de acumulación que facilite la división del trabajo científico, tecnológico, creativo y empresarial. Sólo a partir de ese momento gana en realismo el propósito de ‘actuar en local’, esto es: la inyección en el tejido empresarial y público de esas nuevas piezas de conocimiento que transforman el producto o la organización y permiten el acceso a mercados y canales que, hasta el momento, eran inaccesibles.

La consecución de este tipo de logros eleva la generación de rentas en el territorio, corrige las distancias existentes con otras regiones y posibilita un sostenimiento más riguroso del sector público. Pero, al mismo tiempo, introduce una corrección en el mercado de trabajo que resulta de particular interés frente a las anunciadas por la extensión de la inteligencia artificial y los robots que reemplazan trabajo humano. Los trabajadores que acogen en sus mentes especificidades de difícil reproducción -conocimiento especializado, capacidad de relación, imaginación creativa, resolución de problemas, entre otras muchas- han quedado a resguardo de algunos riesgos que muestra la nueva economía y liberados de las ataduras que, en la economía tradicional, les sujeta a máquinas, mesas y mostradores. Ellos son los propietarios de su capital cognitivo y éste marcha hacia donde vayan en cada momento. Un grado de libertad del que no disfrutaron las grandes masas trabajadoras que impulsaron las anteriores revoluciones industriales. ¿Alguien teme que este escenario, que empodera al trabajador del siglo XXI, se extienda por la economía valenciana?