En llegando el primero de marzo, el paisaje sonoro de Valencia, día y noche, y hasta el 19, es una sinfonía desorganizada y ácrata de ruidos de petardos, ni antes ni después de esos límites se les escucha. Han comenzado las Fallas de la pandemia del coronavirus y no se escucha el abrumador ruido de petardos marceros de siempre en las calles.

El petardeo es una manera de sumarse, adherirse, a la fiesta, de participar en ella de manera tumultuosa y democráticamente y no pocas veces molesta para sus abstencionistas. El lanzamiento intenso y continuo de petardos en Fallas no se advierte por el momento en este episodio que oficialmente ya ni son Fallas, sino “actos falleros”  en la semiótica del Ribó, quien tampoco ha hecho ningún esfuerzo en la primera mascletà descentralizada fallera a la que acudió en el Marítimo desprovisto de revestirse de algún signillo fallero, una pañoleta o un simple blusón.

La sintomática ausencia en el paisaje sonoro petardo en Valencia en estas Fallas septembrinas bien podría ser objeto de análisis en ejercicios prácticos de antropología, sociología, psicología o etnología. El no extrovertirse la muchachada a petardazo limpio en estas singulares Fallas puede nos esté indicando una falta de adhesión general a lo que está ocurriendo o han programado puede deberse a diversos motivos, desde los sanitarios hasta los climatológicos. No hay muchos signos, por lo general, de saciar la insaciable y tradicional apetencia por la fiesta, lo lúdico, algo extraño en esta ciudad y tierra que ha vivido de continuo en permanente estado de fiesta.

Pienso que uno de los motivos es la ausencia o falta de primavera. Las Fallas tienen su peculiar sentido y significado cuando irrumpe la primavera. La antropología fallera y mediterránea de nuestro pueblo detecta en su sangre y emociones el momento en que muere el invierno y nace la primavera, y lo festeja a lo grande. El coronavirus nos ha cambiado todo a todos, también nuestra dimensión y vocación por lo lúdico y festero. Todo ha sido trastocado, alterado. Las Fallas de la pandemia fuera de su tiempo litúrgico, el primaveral, no van a tener la respuesta popular de siempre, ni en número, ni en intensidad por razones climáticas. Las mismas lluvias en marzo suelen ser como lágrimas de alegría y estos días están siendo catastróficas. En la noche de la plantà de las Fallas se encargaron los fuertes aguaceros de desplantarlas.

Los valencianos con las Fallas celebramos la despedida del invierno y el nacimiento de la primavera. Salimos de la hibernación y exultamos de gozo por la llegada de la primavera. Salimos de las casas, de los encierros en los hogares, de las largas horas de velada, y nos echamos a la calle. Somos gente de calle, no nos gusta la enclaustración y menos con el buen tiempo.  La primavera es un tiempo nuevo, de cambios, fuerza, vigor, vitalidad. De luminosidad, nos deleita la nítida luz de Valencia que plasmó con maestría Sorolla.

En Fallas, primavera, rabiamos al abrirse las puertas de la luz, la entrada de las brisas marineras, la frescura. Abandonamos las prendas de abrigo y acudimos con ropa ligera a la mascletà, a ver Fallas, nos transformamos personal y colectivamente, incluso nos unimos, olvidamos las mil valencias bereberes existentes cuando nos convocan en cada  amanecida la despertà o al mediodía la mascletà.

A estas Fallas les falta la primavera, la frescura.  Están fuera de su entorno y contexto natural. Se cumplirá programa y expediente, el trámite, pero seguirá faltando la primavera, la experiencia vital del tránsito todo lo contrario a lo que está ocurriendo, el paso del verano al período invernal. Por ello, puede que la notable ausencia del intenso petardeo marcero esté ya indicando que a estas Fallas les falta la fuerza vital de la primavera y les sobran las torrenciales lluvias que anuncian otoño e invierno con sus rayos y truenos, nada que ver con las llamas de las Fallas, ni el ruido rítmico, musical, de su pirotecnia.