Entre los seres humanos y los gatos -reflexiono en voz alta- hay un acuerdo extraño según el cual son ellos los que nos deben tener miedo. Un gato enfadado, sin embargo, pone los pelos de punta a la persona más templada. ¿Entonces?
- ¿Entonces qué? -pregunta mi psicoanalista.
-Pienso -digo- que se dan en la vida muchos malentendidos de este tipo. Quizá yo tengo miedo a cosas que deberían tenerme miedo a mí.
- ¿Qué cosas? -insiste ella.
-No sé, cosas en general. Ahora no se me ocurre ninguna, pero intuyo que entre el mundo y yo hay un malentendido fundamental del mismo tipo del que obliga a los gatos a huir de las personas y no al revés.
-Si no se explica usted mejor…
-Entre usted y yo, por ejemplo, ¿qué pasa?
-Dígamelo usted, qué pasa.
-Pasa que yo le concedo a usted una autoridad fantástica.
-Fantástica en qué sentido.
-En el sentido de alejada de la realidad. Es posible que usted tenga más conflictos que yo.
-Es posible -admite ella.
-Sin embargo, yo estoy en el diván y usted en la silla.
- ¿Quién o qué le ha obligado a elegir el diván?
-Lo mismo que ha obligado al gato a elegir el lugar del miedo.
- ¿Quiere decir que usted ha elegido el lugar del miedo?
-Sí, yo he elegido desde siempre el lugar del miedo -afirmo.
- ¿Desde niño?
-Sí.
-Miedo a qué.
-No sé, miedo a no poder respirar, por ejemplo. Miedo a ir y venir del colegio, miedo a que se murieran mis padres…
-Tengo la impresión de que está descubriendo ahora mismo algo importante.
-Sí.
-Entonces -añade con el tono de una ironía suave-, quizá me tengo ganada la autoridad que me atribuye.
-Quizá -digo, y se termina la sesión.