Retornamos a septiembre y la dirección de la reflexión viene focalizada por el curso escolar. Las noticias y apreciaciones sobre las directrices curriculares ya publicadas por la prensa de julio comienzan a ser tan alarmantes como probablemente inexactas o tendenciosas en razón de la selección de los textos aireados; no quiero favorecer la bronca política que nos acosa y acosará desde la educación. Por ello me voy a permitir recordar un principio que los redactores de esas directrices, los profesores y administradores deberían tener en cuenta. De lo contrario, los burócratas de la transversalidad acapararán el sistema desde la infantil a la Universidad.

El debate debe ser el estado apetecido, buscado, favorecido por los docentes en los centros de educación; el deseo de regular y controlar burocráticamente la educación ha de ceder el paso a la evaluación de las estrategias abiertas en y por los claustros de los centros. Las juntas directivas han de tener la capacidad para proponer y justificar programas de refuerzo, planteados en el momento preciso y clausurados cuando hayan cumplido su objetivo. Y todo ello, sabiendo que la atención a la diversidad es costosa, pero hora es de que los beneficios sociales de una buena educación, evitando grupos de marginación, sea adecuadamente valorada en nuestra sociedad. Hoy lo estamos percibiendo con gran claridad; ni los jueces ni la policía pueden solventar los problemas que no analiza y resuelve la formación.

Los respectivos ministros, consejeros y directores generales de educación siguen sin aceptar un doble consejo de M. Croizier. Por una parte, en «La sociedad no se cambia por decreto» entendía que «un ministro de Educación razonable renunciaría a la interminable guerrilla de reformas. Consagraría su energía y sus medios, por una parte, a forzar el sistema educativo a conocerse y a hacer frente a ese conocimiento y, por otra, a formar a los maestros y a los administradores para que sean capaces de utilizar ese conocimiento y de aprender modos de relación nuevos». Por otra parte, entiendo como Croizier en «La crisis de la inteligencia» que «es una aberración creer que pueden reformarse sectores enteros de la sociedad (…) partiendo de una visión racional elaborada en la cúspide y valiéndose después de reglamentaciones (…) para ponerla en práctica. Los hombres y mujeres de hoy no viven ya en un mundo de obediencia y de respeto hacia el poder (…) La experiencia demuestra que una reforma bien llevada, es decir, que se apoye sobre una escucha en profundidad de los agentes implicados y cuyo objetivo sea reconocer sus problemas, permite transformar al mismo tiempo las mentalidades y el sistema». ¿Estamos ante esa situación?

Todos los redactores de órdenes ministeriales o decretos que desarrollen una ley como la ley Celáa deben considerar que sin una transformación de las mentalidades y prácticas docentes, vinculadas a una formación permanente e intensiva del profesorado, sólo se gana un respeto burocrático que no va más allá de ser una burla burlando al BOE. El intervencionismo genera resistencias, irresponsabilidad incluso y, por otra parte, no garantiza la responsabilidad de todas las partes que confluyen en la política educativa, desde los sindicatos al profesorado.

Cuando tantas cosas están en juego al inicio de este curso, es preciso recuperar las palabras que Luis Mateo Díez pone en boca de Gumersindo de Azcárate: «Todos oímos la voz que un día clamó en el Congreso, como si en un desierto clamara: «Educación o Extinción» (…) La voz era tan desesperada como dolorida, y profundamente verdadera. (…) El que nada sabe en la ignorancia se diluye, sin libertad ni conciencia, a merced de quien ordena y manda».