Si contaran conmigo para transformar el mundo educativo, cosa improbable, recordaría a mis colegas la necesidad de retomar cuestiones sencillas. Quien esto firma se plantea en cada inicio de curso un ramillete de ‘paraqués’: ¿Para qué ejerzo la docencia? ¿Para qué se edificaron los centros educativos? ¿Para qué asiste el alumnado a mis clases? ¿Para qué dedicarse a la educación y no a otros menesteres? Unos interrogantes de Perogrullo que animan a (re)pensar el sentido o sinsentido de esa pantagruélica industria conocida como sistema educativo. Tal vez mis compañeras de profesión tengan la mente más organizada, aunque, en mi modesta opinión, las personas con ideas claras y sólidas acaban siendo un peligro para la humanidad. Éstas abanderaron siempre la historia de los despropósitos. Así que cada curso dudo sobre mi propia existencia como docente. ¿Y si acaso realmente no lo fuera? ¿Y si en los colegios e institutos hubieran desaparecido las maestras, el profesorado, los equipos directivos?

En administración cumplen perfecta y eficazmente su labor, como ocurre también con el personal de limpieza, la cantina o conserjería. Su razón de ser, por decirlo así, parece obvia. Pero, ¿y el resto de personas que acuden a diario a la escuela? Igual que las preguntas más sencillas conducen a las respuestas más complejas, los gestos más triviales y desapercibidos conducen a conclusiones profundas. Si usted observa al alumnado cuando sale del colegio o instituto, observará en su actitud una alegría desbordada, dicha, júbilo y emoción a raudales. Esa algarabía deviene éxtasis los viernes. Uno vacila ante semejante escena y duda: ¿salen de la prisión o de un centro educativo? No importa que sean criaturas o adolescentes. Diría que tampoco se diferencia mucho entre alumnado y profesorado. La puerta de salida despierta una pasión por la libertad, quizás porque falte vida y sobra muerte en esa compleja empresa de nombre «educación».

En otros artículos barrunté algunas reflexiones sobre la naturaleza del sistema educativo actual. Hoy, ante el reciente inicio de curso, me basta con recordar que la escuela no es una fábrica. Que no sería un mal propósito inyectarle un chute de vida a nuestros colegios e institutos. Esto supone henchir de dinamismo, vitalidad y diversión a una educación que si es para la vida poco lo parece. Cómo hacerlo sería otra cuestión fundamental. El problema es que muchos siguen instaurados en la oscuridad de su cotidianidad profesional, en esa caverna de Platón pedagógica, diríamos; el mundo de la docencia es diminuto a sus ojos, pero hay otro a su alcance si entrenan su alma educadora. Algún día, alumnado y profesorado rebosarán de felicidad cuando entren en su centro educativo. Debería ocurrir porque la escuela no es una fábrica.