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Pilar Ruiz Costa

escritos dominicales

Pilar Ruiz Costa

Que veinte años no es nada

Hace diez años escribí un artículo cuando se cumplía el décimo aniversario del fatídico 11S, el atentado contra algunos de los mayores símbolos de Estados Unidos: las Torres Gemelas en Nueva York; el Pentágono en Virginia y un cuarto atentado frustrado por los propios pasajeros del avión que tenía como objetivo el Capitolio en Washington. Otra década y, para demostrarnos que, como reza la canción, veinte años no es nada… el mundo no me resulta tan distinto.

Viajé a Nueva York cuando se cumplía el primer aniversario. Esta tara de querer sentir en la piel las historias para poder narrarlas del modo exacto que merece cada palabra. Y el idioma de la piel hablaba de miedo, de un dolor que ya presentía no podría disolverse en veinte años. Sin embargo, no quise que aquel artículo lo protagonizaran los dos inmensos agujeros negros que antaño fueran los edificios más altos del mundo, sino Saint Paul, una cercana y pequeña capilla construida en 1776 —la más antigua de Manhattan— y que ya había sobrevivido al incendio que asoló Nueva York en 1835 gracias a los vecinos que pasaron la noche extinguiendo las llamas con cubos de agua. De nuevo aquel 11 de septiembre, a pesar de encontrarse a escasos metros de las torres, aquella capilla centenaria se salvó convirtiéndose en un símbolo espiritual en medio de la tragedia. Los muros estaban totalmente cubiertos por fotos, flores, peluches y recuerdos de las víctimas. Y de los ‘desaparecidos’. Porque entre aquel sinfín de oraciones, cartas y murales infantiles que describían a algún hombre de uniforme como buen padre, esposo y hermano, lo que más me impactó eran aquellos otros carteles: los de familiares pidiendo «por favor, que alguien llame si tiene cualquier noticia» de su hijo, hermano, esposa… desaparecidos el 11S. Mensajes de quienes, a falta de un cuerpo, se aferraban a la esperanza de que siga en ‘shock’ en cualquier lugar, sin memoria, pero vivo.

El desplome de los rascacielos convirtió el lugar en una inmensa nube de cemento pulverizado, en un puzle infinito de escombros y seres humanos. Aún ahora, veinte años después, prosigue la titánica labor de tratar de poner un nombre, un rostro, a los cerca de 22.000 restos humanos recuperados. Un 40 % continúa sin identificar.

Otro dolor distinto —pero muy grande— me lo produjeron los enjambres de turistas posando sonrientes frente a aquel improvisado mausoleo. Maldito ego del siglo XXI y tener que mostrar que estuve allí. Tras la fotografía paseaban por los puestos del macabro mercadillo que llenaba la acera de souvenirs del atentado. Imanes. Tenemos imanes del 11S. Llévese, llévese un llavero de recuerdo. Hay calendarios de bomberos muertos. Es el mercado, amigo. Es el negocio de la muerte que continuó boyante estos veinte años. Cotiza alta la ‘guerra contra el terrorismo’ como respuesta a la también cara ‘guerra santa’. Se contabiliza en los miles de millones de dólares —que me importan una mierda— y los cientos de miles de víctimas —en su mayoría civiles— que me duelen en el alma.

Paradojas. El atentado fue obra de los mismos yihadistas que Estados Unidos había financiado para que acabaran con el apoyo soviético del Afganistán comunista —ya saben: aquel de las mujeres con falda y pelo suelto camino de la universidad—. Solo que entonces llamaban ‘resistencia afgana’, ‘luchadores por la libertad’ a los que ahora llamaban ‘terroristas’. Igual que llamaron ‘hacer todo lo que sea necesario’ a lo que era una venganza.

Veinte años en que asistimos impasibles a las imágenes de los cientos de civiles detenidos, transportados y torturados en aquel mundo aparte de Guántanamo. Veinte años de mirar a la población de Afganistán masacrada con el pretexto de hallar a un solo hombre: Ben Laden. Y la de Irak —que nada tuvo que ver con el 11S— como daño colateral de aquella ‘guerra preventiva’ sacada de la manga y que contó con la España de Aznar como aliada imprescindible, desoyendo a los millones de españoles que clamaban el ‘No a la guerra’. Volvimos a la calle con más fuerza un año después, tras los atentados del 11M que el mismísimo Ben Laden atribuyó a Al Qaeda «como represalia contra España por sus acciones en Irak, Afganistán y Palestina».

Ningún muerto restituyó la vida a una sola de las fotografías de Saint Paul. La guerra de veinte años, lejos de acabar con la yihad terrorista y aquellos atentados que veíamos como algo desgarrador, pero que siempre ocurría lejos de nuestras jaulas de oro, afianzó los discursos de que había llegado la hora de librar la guerra santa contra aquel enemigo llamado Occidente liderado por Estados Unidos. Una guerra santa contra una guerra del terror declarada contra la guerra santa.

Veinte años para qué, si gobierna el sordo egocentrismo, la venganza ciega en lugar de los guardianes de los derechos que nos sustentan a todos, aquí y allá. Si no nos distinguimos de los terroristas que condenamos, si el mundo no es mejor hoy… veinte años no son nada.

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