Tropezar en la misma piedra no debería ser una acción humana frecuente y, sin embargo, lo es por más que nos vengan a la cabeza abundantes progresos materiales. ¿Mejora la tecnología los sentimientos y ambiciones humanas? ¿Es razonable el abatimiento de fronteras, urgido por el individualismo extremo, que ignora las precauciones básicas a adoptar ante tecnologías que se caracterizan por su falta de neutralidad? ¿Puede subsistir un grupo humano sin el establecimiento de límites acordados o queda en tal caso al capricho de la tecnocracia ejercida por quienes posean los medios tecnológicos más fuertes, represivos o alienantes?

La respuesta a estas preguntas dispone de su propio ámbito de discusión, pero existe un estadio previo que puede ayudarnos a situar una toma de posición. Basta con asomarnos a las contradicciones y debilidades que, históricamente, han cegado la lucidez e incluso el propio interés, transformando la razón en sinrazón, el prejuicio en juicio definitivo, la visceralidad en sentencias indiscutibles y el interés general en pasto de pequeños y egoístas afanes. Una visión de la conducta humana que debería concitar el mayor interés en la educación, en el impulso al mutuo conocimiento de los pueblos, en la revisión sosegada y crítica de la historia de las civilizaciones, en el terrible hecho de que, todavía hoy, cuando conocemos de sobra los peligros con que nos amenaza nuestro medio natural, siga siendo la ostentación y creación de nuevas armas el argumento último del poder internacional. ¿Acaso no hemos comprobado que la munición de la naturaleza -las pandemias, el cambio climático- son el primer ejército al que se enfrenta la humanidad del siglo XXI? ¿No sería más racional -palabra desnutrida hasta la inanición por su uso abusivo- que buena parte del esfuerzo destinado a que media humanidad liquide a la media restante, se encauce a prevenir lo que sea posible de nuestro futuro y el de nuestros hijos?

Y si nos detenemos en el espacio que consideramos parte de nuestra cultura, algunas contradicciones y la comodidad con que se viven merecerían llamarnos más la atención. Por ejemplo, la erosión de los valores y libertades democráticos. Ese deterioro estimulado, en el plano político, por la irrupción de ideologías que cuestionan lo que se consideraban avances consolidados contra la desigualdad, el dolor, la incertidumbre y la desgracia. Próximos o idénticos a los que están cuestionando la obligación cívica de contribuir al sostenimiento de los servicios públicos, como si éstos se alimentaran de algún maná celestial. Desorbitando los gastos de las instituciones, para que destaquen más, cuando esos críticos son los primeros en reclamar privilegios personales a las arcas públicas; demonizando el sostenimiento de la democracia, cuando supone una fracción minúscula del presupuesto público y una trinchera mayúscula para una defensa de libertades a las que, en principio, muy pocos estarían dispuestos a renunciar.

Al mismo tiempo, existe la insólita presunción de que aquellas libertades no son reversibles, de que se autosostienen como si la suya fuera una energía aislada de fricciones. En consecuencia, las inquietudes del europeo común se desvían hacia meandros personales que buscan la mayor satisfacción posible en lo propio con la mínima inversión de esfuerzo en lo común. De este modo, algunos núcleos bien conocidos de encuentro y acción social han caído en una desigual pero progresiva decadencia. Sucede con los sindicatos, el asociacionismo empresarial, algunas confesiones religiosas, las organizaciones vecinales, el consumerismo, los partidos políticos, el cooperativismo… Todos ellos, con sus diversos objetivos, coágulos de tejido social y, en muchos casos, incubadoras de ciudadanía democrática. ¿Quién se preocupa ahora de que sigan fluyendo cosechas de demócratas activos, al objeto de que pensemos con seguridad justificada que lo visible e irreversible no habita en las manadas violadoras, ni en quienes agreden a responsables públicos, cazan con redes de homofobia y xenofobia, vapulean los derechos laborales e intentan achantar a los testigos de sus desmanes?

Finalmente, de nuevo desde el fortín europeo, otra llamada de atención que no se percibe acuciada por la presencia de respuestas proporcionadas. La pandemia ha puesto de manifiesto la limitada ayuda comunitaria a los países en desarrollo, al contrario de lo que ha sucedido con la provisión de vacunas y útiles sanitarios procedentes de China. Es algo más que un contraste de dos manifestaciones de ayuda internacional. Es una prueba de cómo este país extiende sus valores y prestigio a costa de los europeos. Aquí se habla de democracia, solidaridad y libertades con gran solemnidad, pero llegado el momento lo que contemplan los países pobres es un capitalismo a la vieja usanza que, a diferencia de China, no llega acompañado de vacunas, puertos, carreteras, pantanos ni hospitales. Lo que observan es que, en momentos de dificultad, de nuevo se levanta la fortaleza europea por más que, desde alguna de sus almenas, se lancen modestos avíos. A medida que los países con mayores carencias prosperen y contrasten sus experiencias, ¿se adherirán al modelo político europeo o abrazarán ese otro que, sin promesas de libertad, ofrece una imagen de prosperidad, eficacia y aparente solidaridad?

Josep Borrell se sinceraba hace algunos días cuando reconocía que los talibanes habían ganado y que pasaban, por ello, a ser los interlocutores en Afganistán. ¿Cuántas veces tendrá Europa que reiterar un mensaje similar de aceptación en el futuro, al tiempo que se achica la influencia de sus valores? Frente a las tecnocracias, los populismos y la seducción de las políticas que parecen funcionar sin lastres, ¿pasarán a ser nuestros parlamentos un producto turístico, atractivo por su exotismo?