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Amparo Zacarés

Ocultas y encerradas

Afganistán y el Derecho Internacional

A lo largo de la historia han sido muchos los casos en los que las mujeres han tenido que camuflarse y vestirse de hombres para poder sortear las convenciones sociales que les privaban de derechos tan elementales como el de la educación. El caso más conocido en España es el de Concepción Arenal, quien, a mediados del siglo XIX, tuvo que cortarse el pelo y usar capa y sombrero de copa para poder asistir de oyente a la Facultad de Derecho de la Universidad Central de Madrid. Durante un tiempo acudió a clase vestida de tal guisa, pero finalmente fue descubierta. Al saberse su verdadera identidad se le conminó a realizar un examen y, al superarlo con éxito, se le autorizó a asistir a clase. Ahora bien, para ello tenía que llegar a la facultad acompañada por un familiar y, una vez allí, un bedel le conducía a un cuarto en el que debía permanecer aislada y sola hasta que un profesor pasaba a por ella y la llevaba al aula donde iba a impartirse la lección. En ese recinto tenía que sentarse separada de los otros estudiantes y, una vez finalizada la clase, era el mismo profesor quien le conducía al habitáculo donde debía esperar de nuevo a que otro profesor pasara a recogerla.

He recordado este caso al hilo de las reglas que los talibanes han impuesto a las universitarias en Afganistán. Según estas normas, habrán de ir tapadas de arriba abajo y si no llevan la abaya negra y el niqab no podrán recibir docencia. Además, hombres y mujeres estarán en aulas separadas. También las mujeres habrán de salir de clase cinco minutos antes que los varones y tendrán que quedarse en salas de espera hasta que todos los estudiantes y profesores varones se hayan marchado. De regreso a casa tendrán que ir acompañadas entre sí o de un familiar, previsiblemente hombre también. Una situación tal, sin ninguna posibilidad de integración y de interacción entre hombres y mujeres, recuerda mucho a la que he relatado al principio, solo que en pleno siglo XXI choca frontalmente con la idea de igualdad para los dos sexos a la que toda sociedad democrática debe aspirar. Una aspiración que se presenta como global y mundial desde que en 2015 la Asamblea de la ONU aprobara la Agenda 2030 para el Desarrollo e incluyera como uno de sus objetivos, en concreto el quinto, lograr la igualdad entre los géneros y el empoderamiento de todas las mujeres y niñas.

En otras palabras, la meta es desarrollar políticas públicas de igualdad. Algo que se demanda con urgencia para eliminar las discriminaciones que las mujeres han sufrido en todas las épocas por su condición de mujer. De hecho, ante las limitaciones que sufrían, no es extraño que muchas de ellas idearan camuflarse de hombre para poder disfrutar de los privilegios de los varones. Ese travestismo femenino viene ocurriendo desde hace siglos y no es tan inusual como se piensa. Se sabe, según las investigaciones de Dekket y Lootte van de Pol, que en los siglos XVII y XVIII el travestismo de mujeres era habitual en el Norte de Europa. Aunque esta práctica se daba también en otros países, por lo general pasaba inadvertida a no ser que fuera descubierta y denunciada. En España, por ejemplo, un caso célebre fue el de Catalina Erauso, a quien se le conoce con el sobrenombre de ‘la monja alférez’. Lo importante es destacar que las mujeres no solo usaban ropa de hombre, sino que también tomaban sus gestos, sus actitudes y sus oficios. De ese modo buscaban ampliar sus opciones vitales que tenían limitadas al hogar, al convento o a la prostitución.

En cualquier caso, esa identidad masculina construida se adoptaba no tanto por orientación sexual como por un deseo de empoderamiento para subvertir las normas que las aprisionaban. Algo similar a lo que está ocurriendo en la actualidad en Arabia Saudí. En ese país, dado que las mujeres no pueden trabajar, casarse o recibir asistencia médica sin la autorización de un familiar masculino, las jóvenes saudís optan cada vez más por travestirse de hombres. Se cortan el pelo, visten ropa masculina e incluso intentan rasurarse el vello del rostro para tener barba y bigote. Esta tendencia cada vez en mayor aumento ha llegado a preocupar a las autoridades y es un claro indicador del rechazo a la opresión patriarcal. Esa resistencia se observa también en Afganistán donde las prohibiciones no se refieren solo al ámbito universitario, sino que se ven agravadas con otras obligaciones más. Por este motivo, muchas mujeres afganas han comenzado ya a manifestarse contra el fundamentalismo talibán. En momentos tan difíciles y trágicos reivindican sus derechos arriesgando la propia vida. Saben el peligro que corren, pero aun así reclaman una existencia digna porque no quieren vivir de nuevo ni ocultas ni encerradas.

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