Necesitamos mejorar el sistema universitario y es un acto de valentía del Gobierno presentar una ley, aun sabiendo que el filibusterismo del PP está orientado a que ningún gobierno que no sea el suyo pueda transformar la realidad. Esta conducta viene dictada por el deseo de permitir solo los cambios que vayan en la dirección de promover la libertad salvaje de los entes privados, tanto más salvaje cuanto más poder tengan. Al final, esa dirección lleva a la impotencia del Estado, como se está viendo en el pulso que las empresas eléctricas lanzan al Gobierno. Por tanto, que éste ejerza la función directiva de promover leyes es un índice de normalidad a celebrar.

La universidad ha cambiado mucho desde la LRU y como sistema ha quedado afectada, primero por las políticas autocomplacientes y, segundo, por la gestión tenebrosa de la crisis. La consecuencia ha sido la imposibilidad de realizar un cambio generacional de las plantillas y la construcción de una universidad precarizada. Además, entre el tiempo de deber y el tiempo de poder del profesorado universitario se abre un desequilibrio cada vez mayor a favor de las obligaciones burocráticas. Las formas de gobernanza y de administración universitarias no dan más de sí. Y eso lo experimentan los profesionales como un martirio que detrae tiempo, energía y motivación crecientes. Junto con otros elementos, como los aumentos de tasas, ha llevado a un estancamiento del sistema universitario público español. Lo que ha abierto nuevas oportunidades para el sector privado, que ha pasado de tener 4 a gestionar 37 universidades, frente a las 50 públicas. Esta transformación fundamental no es objeto específico de reflexión y, sin embargo, es la clave de la evolución de sistema.

Al margen de que el sistema público disponga de un 10 % menos de financiación, el hecho es que nos alejamos estructuralmente de Europa si miramos el sector público, mientras nos aproximamos a Estados Unidos si miramos el sector privado. Una vez más, tenemos aquí una clave del falso europeísmo en el que están nuestras élites directivas, y que esta ley no corrige. Nosotros invertimos el 0,9% del PIB en la universidad, frente a la media europea del 1,22. Esa cifra ya habla por sí misma. Pero no hay ningún país que yo conozca en Europa que tenga casi tantas universidades públicas como privadas. Eso es propio del continente americano.

Tal es la situación estructural española. La ley dice que la situación no puede corregirse mediante reformas parciales, sino con lo que la propia ley llama una «reforma integral del marco jurídico» que debe mejorar calidad, investigación, financiación, profesorado y gobernanza. Y lo hace persiguiendo fines y estableciendo medios que teóricamente tienen en cuenta lo mejor de los sistemas universitarios más avanzados, como docencia con menciones duales, o incorporando plantillas de personal investigador, exigiendo apertura en la contratación de científicos internacionales, y muchas cosas más claramente positivas, como la cuestión de igualdad de género, la estabilización de la carrera docente y la protocolización de las respuestas a las prácticas de acoso sexual. Si la universidad no fuera consciente de sus propios problemas y mejoras, habría que abandonar toda esperanza. Este anteproyecto de ley no nos la quita. Y sin embargo, la ley que necesitamos no es un tratado sobre la universidad ideal.

En el nivel de aspiraciones, no se puede disentir de este anteproyecto. Lo decisivo es reflexionar sobre si ofrece una herramienta adecuada para esa reforma estructural que se pretende. Y aquí, cuando se parte de los problemas que día a día vivimos en la universidad, debemos preguntarnos si la literatura de la ley los resuelve. Entonces surgen las dudas. Por ejemplo, cuando se tienen en cuenta los ERE en ciertas universidades privadas y el destino de sus profesores, uno se pregunta si es compatible alcanzar la calidad en docencia, investigación y transferencia y cumplir con todos los objetivos de la ley, sin establecer previamente como requisito de las universidades privadas que no tengan ánimo de lucro.

Se trata de una reflexión de principio acerca de esta compatibilidad. ¿Puede la universidad ser un negocio? Es así de sencillo. Pasar de puntillas sobre esta cuestión es correr el riesgo de dejar en papel mojado todo lo que se diga en la ley. Al no exigir este principio como condición de reconocimiento de las universidades privadas y como base de sus responsabilidades fiscales, se está dejando fuera de óptica algo que inevitablemente desvirtuará, torcerá y determinará cualquier intención bienintencionada. Y esto tanto más cuanto que la ley reconoce que la participación de la comunidad universitaria en las decisiones es un timbre especifico de la universidad pública, sin mencionar en pie de igualdad la necesidad de cultura democrática en la gestión de la privada.

Si el lucro es un fin prioritario, entonces todos los demás fines están comprometidos y quedarán interpretados desde él. Sean cuales sean los dispositivos de evaluación, no podrán detectar la forma en que en el día a día se padece la contradicción entre estos fines. Este hecho está íntimamente relacionado con el desiderátum de que la Aneca y las diversas agencias de calidad autonómicas de evaluación operen de forma transparente. Si la Aneca se renueva por un sistema de cooptación degenerativo, endogámico y a veces politizado -el destino de todo sistema de cooptación-, que una ley pida transparencia a un práctica turbia que se realiza en la oscuridad de un jefe de servicio, no es una garantía de mejora.

Otro ejemplo, el de los estudios de doctorado. Cuando uno parte del problema central de estos estudios , a saber, que en muchas universidades constituyen una actividad que el profesorado realiza sin que se tenga en cuenta como dedicación ni se contabilice en horas de trabajo, nos damos cuenta de que con dejar su regulación a los estatutos no se asegura una mejora real en este ámbito. ¿Cómo se puede desplegar la mejora en investigación sin que la dirección de las tesis de doctorado compute como trabajo? Esa es la pregunta adecuada y la ley debería decir algo al respecto.

En suma, observo en este anteproyecto de ley un teoreticismo que pretende desplegar una universidad ideal. Pero hay ya un sistema universitario en pleno funcionamiento. La perspectiva reformadora, partiendo del sistema tal como funciona actualmente, debería reparar sus errores y disfunciones más notables. Pues no es un texto perfecto lo que necesitamos, sino compromisos de eliminar los obstáculos que están encajonando a la universidad en una jaula de hierro. Para ello, algunos asuntos que la ley no trata deberían salir a la luz. Espero poder hacerlo en el próximo artículo.