No nos gusta la palabra ruina. Preferimos construcción, avance, perfección. Qué exquisitos nos hemos vuelto con eso de evolucionar sin despeinarnos, siguiendo los pasos que nos marca el libro recomendado que ocupa la mesita de noche. Un crecimiento personal de manufactura, de diferentes tallas, de orgullo acompañado cuando nos medimos con otros en el café de la mañana. Nos proponemos crecer para colocar una marca más alta en la pared de nuestro ego. Ya estoy un poquito más lejos del suelo. Y creemos que así, alejándonos del suelo, podremos volar algún día. Cómo nos gustan los edificios cuidados, fuertes y rehabilitados. Perdón, no quería decir edificios, sino fachadas.

Sin embargo, te diría que para crecer no debemos perder de vista el suelo, aunque miremos hacia el cielo. La transformación no va de pódiums de diferentes alturas, va de ruinas. Va de sacudidas. De mover consciencias y dedicarnos tiempo para mirarnos dentro.

Las ruinas son un regalo. Esta frase, que puede parecer incoherente, nos descubre el crecimiento humano. Sin el sufrimiento a secas. La escuché en una película en la que a la protagonista se le rompía el mundo en pedazos y en ese instante colocó su propio ‘kilómetro cero’. Desde el suelo, con mirada al horizonte, ahí empieza algo nuevo.

Quizá te encuentres en este momento. En tu momento en ruinas. Tratando de encontrar sentido en lo que parece una sopa de letras, un puzle desastrado o un garabato indefinido. Un momento en ruinas de apoyos descontados. ¿A que ya salieron por la puerta unos cuantos?

Por eso, te digo, paciencia. La felicidad se encuentra justo detrás del cartel de ‘En construcción, disculpen las molestias’. Nada que disculpar ni disculparte. Las personas necesitamos parar en el camino, mirar a nuestro alrededor y confirmar que estamos yendo por donde queremos ir. Todos cambiamos a lo largo de la vida y esos cambios son necesarios. Nadie, nada es estático. Lo que fuimos ya no tiene sentido para explicar el presente. Por eso, a pesar del miedo que nos dan las ruinas, mirémoslas con otros ojos. Observa tus ruinas como un regalo que te acercará a otra versión de ti mismo en la que te encontrarás menos perdida y serás más tú. Y cuidado, que no te convenzan de que esto va de buenos o malos, solo somos personas que tratan de colocarse donde necesitan estar.

La quiebra duele. Pregúntele a un niño después de una caída. Pero la quiebra recoloca y aporta fuerza, pregúntele al anciano que se sienta cada día en el mismo banco, plantándole cara al tiempo.

Para crear algo nuevo hay que mancharse de pintura, de escayola, de tinta o de nostalgia. Las palabras o las ideas no nos traspasan, se resbalan contra el miedo y acaban desapareciendo porque nunca nos pertenecieron. La trasformación es mirar el abismo, aceptar el interrogante, quedarse en cueros ante el futuro. Es sentirse vulnerable para convertirse en invencible. No importa las veces que nos aconsejen ni las experiencias que nos cuenten, con muy buena intención, por cierto.

Las ruinas son personales e intransferibles. Cada grieta cuenta nuestra historia y nos prepara para el siguiente capítulo. Si te cuentan el cuento, no cuenta. Hace falta vivirlo y para eso, amigo mío, hay que acostumbrarse al silencio y al eco que nos devuelve nuestras ruinas. Aceptar que a veces no podemos saber qué va a pasar más allá del momento que respiramos y aún así, confiar en que las ruinas son el regalo que necesitamos ahora para poder llegar a ser lo que queremos y necesitamos ser. Respeta tus tiempos y tus procesos y mírate por dentro, eres una verdadera obra de arte.