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Juan Lagardera

NO HAGAN OLAS

Juan Lagardera

La guerra de los vinos

No es un asunto exclusivo de valencianos, tal como conjeturó Joan Fuster, pero sí que padecemos de modo extremo la llamada cuestión nominalista, esa enfermedad consistente en otorgar valores ideológicos e identitarios a los topónimos y gentilicios que se derivan de la geografía. En nuestro país alcanzamos situaciones que rozan el patetismo como pronunciar con énfasis «comunitat valensiana» en medio de un discurso en castellano, aunque peor es suprimir la ‘ñ’ de Cataluña por ‘ny’ en los periódicos de lengua española que se editan en Barcelona o dirigirse a A Coruña en una fonética imposible.

Ciertamente, las querellas nominalistas nos alejan de la unidad de la lengua vernácula en la diferencia con otros territorios porque todavía no hemos aprendido a vivir en la complejidad de las ambivalencias, y tampoco nuestros primos septentrionales son ambicatalanes, ni mucho menos ambiespañoles. Nominalismos que se blandieron con virulencia cuando en la transición se debía dirimir si éramos un país o un reino y nunca se admitió como consenso el ser levantinos dada la carga negativista que el nacionalismo confirió a ese vocablo del este ibérico.

Tanta riña gramatical dejó políticamente exhaustos a los valencianos, pero las defecciones emocionales han seguido larvadas en muchos campos. Uno de ellos, y con consecuencias penosas para el marketing a escala nacional e internacional, es el del vino. Un sector que ha estado desde tiempos griegos y fenicios en el estadio principal del comercio valenciano, al que se debe el primer empuje industrial, la moderna actividad portuaria y la llegada de familias extranjeras –inglesas, irlandesas, italianas, suizas…– que se ennoblecieron gracias a los viñedos valencianos.

Sin embargo, a lo largo de más de cuarenta años de democracia y otros tantos de autonomía política agraria, las tres entidades históricas que funcionan como denominaciones de origen de nuestro vino, a las que hay que añadir la más joven indicación geográfica de Castellón, no han sido capaces de agruparse, ni siquiera de crear una marca paraguas que las aglutine de cara al exterior, ni aun manteniendo su personalidad propia. Un desastre.

No solo las DO de Utiel-Requena, Valencia y Alicante –las tres citadas–, han sido inapropiadamente localistas, sino que han terminado en los tribunales, tras el movimiento de la DO de Valencia modificando sus estatutos para poder amparar viñedos situados en fronteras comarcales pero que mantienen vínculos por su ‘terroir’ o sus variedades de uva, dado que el campo no entiende de vallados políticos o administrativos. Tras uno de esos pleitos eternos, el Tribunal Supremo, abracadabra, ha corregido la iniciativa de Valencia y dado la razón a los demandantes de Utiel y Requena aunque los bodegueros afectados no saben muy bien a qué atenerse.

Sea como fuere, lo cierto es que tampoco los mandatarios de las políticas agrarias valencianas han acertado ni se han atrevido a dar ningún paso reunificador. Nadie da con el nombre adecuado para servir de conjunto a todos los vinos que se producen en la Comunitat, y sin él podría ser peor el remedio que la enfermedad. En Cataluña lo han hecho con éxito relativo: dejan libertad a las bodegas para ampararse en su DO histórica –allí hay hasta nueve, más la del cava y la calificada del Priorato– o en una genérica a la que llaman DO Cataluña. Pero Cataluña no es una denominación con tirón internacional por más que se empeñen algunos dirigentes políticos; lo es, en cambio, Barcelona, con o sin Messi, se trata de un topónimo universal.

Y lo mismo ocurre con Valencia, que de hecho es la denominación vinícola que más vende en el extranjero tras la Rioja y el cava. Exporta más del doble que Utiel-Requena y cerca de diez veces más litros que Alicante. Y su nombre, además, es el más reconocido en el mundo. Lo es desde que en los años 20 del siglo pasado triunfara el pasodoble de Padilla y lo tarareara Maurice Chevalier, lo es desde que sus naranjas inundaran los mercados europeos.

En Francia, donde prácticamente viven del vino, hay cientos de AOP –’Appelation d’Origine Protegee’–, pero estas se reagrupan en regiones. Por ejemplo, en la Borgoña existen más de 80 AOP, pero su exportación básica hacia las grandes cadenas de venta se hace bajo el amparo de la supramarca regional. Más de 20.000 vinos distintos se comercializan en Francia bajo ese régimen nominal.

Aquí, como habrán comprobado, somos muchos menos y bastante peor avenidos. En realidad, nuestros vinos conforman un continuo vitivinícola mediterráneo que empieza en las colinas del Ródano medio, prosigue por el Languedoc y llega a Jumilla y Yecla tras cruzar todas las DO comunitario-valencianas. Estamos en el Mediterráneo occidental, las tierras del poniente.

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