El tiempo es una mezcla de tiempos diferentes. En esa mezcla descubrimos un día aquel tiempo de cerezas libertarias que entonaban cánticos revolucionarios, libros prohibidos porque quienes mandan sólo ven fantasmas de rebelión en cada frase, películas que se cortaban cuando el abrazo de los amantes era demasiado efusivo o un beso inacabable encendía la pantalla antes de que el cura lanzara un pozal de agua sobre las bocas en carne viva que provocaban el incendio. Poco a poco fuimos abriendo boquetes en los muros, nos adentramos con más miedo que otra cosa en la cueva del Minotauro, buscamos en lo que nunca nos contaron esa luz tímida que se acurrucaba en lo invisible.

En este país hubo una dictadura y el mundo y su manera de vivirlo vestían el ropaje de la uniformidad. El hombre y la mujer eran el único retrato que llenaba las estanterías familiares de las casas que parecían conventos de clausura. La escuela y la iglesia eran una siembra de identidades únicas, y en la intimidad de las noches mucha de aquella infancia y casi adolescencia lloraban de rabia porque no se sentían vivas en los cuerpos que aparecían en las páginas de ciencias naturales de los libros escolares. Aquella educación que adiestraba en lo terrible conseguía que esa rabia y esas lágrimas se convirtieran en una insoportable culpa de confesionario.

Poco a poco, siempre poco a poco, la vida iría siendo muchas vidas. Se abriría el mapa de las identidades y donde antes había vacíos deplorables descubríamos orgullo y un sentido profundo de la dignidad y la nobleza. Parecía que los abrazos ya no eran obligatoriamente los de un chico y una chica cuando en otro tiempo se amarraban con las canciones de Adamo o de Los Platters. Las palabras asumieron un sentido múltiple que antes se les negaba. El amor paseaba por la calle sin miedo a que la brutalidad gritara a las bravas que vaya par de maricones o bolleras. En muchas cosas seguíamos y seguimos pensando como en el franquismo. Pero íbamos avanzando en algunos aspectos de nuestras vidas. Los movimientos feminista y LGTBI ocupaban cada día más espacio y en la sociedad parecía que ese cambio iba calando, aunque fuera en muchos casos a regañadientes. El verso grande de Adrienne Rich: «la lucha por la verdad, nuestra vieja promesa de no sentirnos culpables».

Y en eso llegó la extrema derecha y volvimos a la cueva del Minotauro. Las mujeres asesinadas no cuentan para Vox y ponen paños calientes a esos crímenes sus colegas del PP y Ciudadanos. Los abrazos y andar por la calle o los bares cogidos de la mano se han convertido en un peligro para según qué gente. Al grito de maricón, los asesinos se cuelgan de nuevo la medalla de un machismo criminal que no entiende de derechos igualitarios. Gritan los de Vox que se van a querellar contra quienes digan que esos crímenes vienen de lo que ellos gritan en sus discursos de odio. Pues que se querellen. Si leen esta columna, a ver qué hacen. Amenazan esos energúmenos como si tuvieran la razón de su parte. Lo que tienen de su parte es un tiempo antiguo y anacrónico de mazmorra y tortura para la disidencia. Vienen de ese mundo oscuro en que sólo habitan el miedo y el desprecio a quien piensa y vive de una manera diferente a la que ellos imponen con sus consignas inhumanas. El pasado domingo publicaba este diario un reportaje espléndido de Gonzalo Sánchez en que varias voces LGTBI insistían en que el miedo no paralizara lo que hasta ahora se había conseguido. «Nos merecemos vidas libres de miedo. Hay que convertir el temor en determinación», afirmaba Fran Pardo, activista del movimiento. «Nunca cambiará la situación de las personas lgtbi si los hetero no se suman y asumen como propias las reivindicaciones», reclamaba Fran Fernández, coordinador del colectivo Lambda. Y en el apartado de la justicia: «Sólo uno de cada diez casos de agresiones se denuncian», decía Susana Gisbert, fiscal delegada de Delitos de Odio. Y animaba a las víctimas a denunciar esas agresiones.

El tiempo es una mezcla de tiempos diferentes. Y en esa mezcla andamos para que nadie venga a cantarnos, con esa fanfarronería de pecho peludo al descubierto, el caralsol casposo de sus herencias despreciables. A las voces que señalaba hace unas líneas, añado para terminar la de Hart Crane, un poeta estadounidense que vivió en los años veinte del pasado siglo bastante de lo que se cuenta en esta columna: «Tu misma libertad te sigue sosteniendo». El miedo está ahí, claro que sí. El Minotauro está ahí, claro que sí. Pero esa libertad que escribe el poeta también está ahí. Y contra ella, faltaría más, no van a poder el discurso del odio ni las amenazas de la intransigencia. Claro que no van a poder. Claro que no.