La llegada de cayucos y pateras, la crisis y gestión de los menores marroquíes en Ceuta y las declaraciones de Vox sobre la «inmigración ilegal» constituyen la inmensa mayoría de noticias relacionadas con la inmigración. Esta imagen sesgada oculta el proceso de inserción social de los inmigrantes y sus familias.

En enero de 2020, los 752.131 extranjeros residentes en la Comunitat Valenciana representaban el 14,8 % del total de la población. Una proporción que se elevaba al 18,2 % si consideramos las personas nacidas en el extranjero, 918.268, el 25,5 % de las cuales tiene ya la nacionalidad española. No disponemos de datos sobre la proporción de inmigrantes en situación irregular en la Comunitat Valenciana; una reciente encuesta la establecía en un 7 % a escala estatal (Foessa, 2020). Otros datos avalan la percepción de escasa relevancia de la irregularidad. Sólo por citar uno, a 31 de diciembre de 2020 el 79,8 % de las personas extranjeras de países terceros, no UE, residentes en nuestra comunidad disponían de un permiso de larga duración. Ello supone que se ha demostrado, en la renovación de los sucesivos permisos temporales, años de trabajo, autonomía económica y comportamiento cívico.

La relevancia de los permisos de larga duración para los extranjeros no UE, de certificados permanentes en el caso de los extranjeros UE, y el número de nacionalizaciones, 130.341 entre 2009 y 2020 en la Comunitat Valenciana, nos indican que estamos ante un proceso de arraigo social muy consolidado. Otros indicadores sociales apuntan en la misma línea, como el perfil familiar de la inmigración, con una ‘sex-ratio’ equilibrada, una proporción de menores de 16 años similar a la autóctona y una tasa de natalidad que, en 2020, la doblaba. En el curso 2019-2020, el alumnado extranjero en las enseñanzas no universitarias representaba el 13 % del total del alumnado de la comunidad. Además, como viene ocurriendo desde la primera década del siglo XXI, la presencia de hijos e hijas hace que sus progenitores orienten su economía familiar a mejorar sus condiciones de vida aquí, se relacionen más con los servicios públicos y con su entorno social más próximo.

Este proceso de inserción se ha basado en el trabajo de los inmigrantes. A su llegada se insertaron ‘por abajo’ en la estructura económica y el mercado de trabajo, en su inmensa mayoría en trabajos no cualificados. Casi dos décadas después, a pesar de su esfuerzo y de que hay colectivos con niveles educativos similares a la media española, los trabajadores de origen inmigrante continúan estando segregados en la estructura ocupacional valenciana, como en la española. Según la EPA, sobre un 20 % está integrado en los grupos ocupacionales medio-alto y superior (directivos, profesionales y técnicos de apoyo), mientras el 52-55 % según los años, se concentra en el grupo de trabajadores no cualificados. Llama la atención que esta estructura ocupacional sea similar antes y después de la Gran Recesión de 2008-2014. Esta situación no sólo depende del capital humano. Además, debemos considerar la dinámica del modelo de desarrollo, con su demanda estructural de mano de obra barata y flexible, y los procesos de micro-discriminación social e institucional que conjugan clase social, etnia, origen y género.

Los valencianos y valencianas de origen inmigrante se han conformado como una parte más de las clases trabajadoras valencianas, con las que comparten los barrios populares y sus espacios y servicios públicos. Este vivir juntos se concreta como una convivencia pacífica pero distante, con bastante coincidencia cotidiana, pero con escasa relación significativa entre los vecinos de diferentes orígenes. Como muestra un reciente estudio sobre València ciudad, con la crisis se dio un aumento de los discursos de preferencia nacional, competencia desleal y/o amenaza cultural, aunque no de forma intensa ni sistemática.

Las luces del proceso de inserción de la inmigración no pueden ocultarnos sus sombras. El intenso arraigo social de la población de origen inmigrante no ha tenido un efecto de mejora de su situación socioeconómica, como la teoría de la asimilación predice. Es cierto que la inserción de los primo-migrantes siempre es difícil. Sin embargo, sus hijos e hijas, nacidos y/o socializados aquí, tienen difícil mejorar su situación dada la creciente desigualdad y polarización social, el retroceso relativo de los servicios básicos y la debilidad del factor educativo como ascensor social.

En este contexto, un notable arraigo social pero con tendencias a la segregación, las políticas de integración deberían orientarse con dos ejes centrales. Uno, aceptar con todas sus implicaciones que la población valenciana de origen inmigrante forma parte del nosotros. Dos, un nuevo impulso a la cohesión social y a la adecuada gestión de la diversidad étnica y social que ya caracteriza a la sociedad valenciana.