Seco, educado y muy directo. Generación de los 50, junto a Ignacio y Josefina Aldecoa. Cigarrillo en boca, me estrechó la mano en un despacho de RTVE en 1978. Quería defender ante la dirección de producción mi candidatura a la «Jacinta» de Pérez Galdós, aunque me advirtió que sería muy difícil por ser poco conocida , entonces. Terminé haciendo un pequeño papel en una de aquellas series que se realizaban en la televisión pública con la parsimonia, premura y preparación de un año. Mario Camus era un director que dominaba los planos y la cámara con oficio de artesano. Contó , cuando pudo, con guionistas curtidos en adaptar al cine novelistas de este país que narraran las diferencias de clase, la injusticia social, la exhibición de poder de los señoritos hacia sus trabajadores con planos donde nunca se percibía la presencia de la cámara. Huía de todo aquello que sonara a famoseo para centrarse en su trabajo de guionista o director. Tenía que comer y dar de comer a su extensa familia, por tanto, hizo lo que todos, cuando el hambre aprieta, en una de las profesiones más inciertas del mundo, películas alimenticias, con maestría, eso sí. Confió tanto en sus actores que les dejó a lo suyo, ya se encargaba él de lo más importante, un guión y diálogos sólidos que ni rechinaran, ni sobraran cuando los actuaban. Quizás, es lo que aprendió de la Escuela de Cine en Madrid, un cántabro de pocas palabras, como suelen ser los cántabros, en Madrid, a contar historias en imágenes, sin palabrería redundante. Volvió a llamarme mientras rodaba una película en La Manga del Mar Menor. El productor me situaría el billete de avión desde Alicante a Madrid para darme el guión sobre La duquesa de Alba y hacerme pruebas de peluquería y maquillaje. «Esta vez está atado y bien atado», afirmó, «empezamos la película dentro de seis meses». El proyecto se cayó. Una adaptación de Larreta, premio Planeta de aquel año. Se cayó la producción. «Cago en di...» me comunicó. «Yo me cago más, Mario», contesté. ¿Cómo era posible arruinar una película, así, sin más? ¿Por dinero? Sí, por la pasta y porque aunque hubiera sido guionista de Carlos Saura en sus principios, no tenía el famoseo de Saura, digo yo. A la tercera, falló también. Me llamó para La Colmena, el personaje de la puta ingenua. «Dibildos, el productor, ha decidido que lo haga Concha Velasco».Por lo menos, da la cara, me dije, y Benito Rabal su fiel ayudante de dirección y amigo, me consolaba después. «En este país la batuta la llevan los productores, el Ministerio de Cultura, Virginia, a no ser que seas un figura y Mario, no se promociona para ser una estrella». El caso es que era muy alto, guapo, atlético, atento...podría haber sido una estrella , en plan cine de autor , intelectual y encantado de conocerse...No, era un director de diálogo con los escritores, de exteriores, de lidiar con caballos, subir y bajar montes, moverse con prodigio entre multitudes de actores, equipo técnico, paisajes cántabros, platós enormes, maquis, esclavos del campo...observar desde lejos la escena con la ceniza resbalandole por el jersei .

Un día abrió el telediario de TVE, premiado por el Festival de Cannes y premio ex aequo para Alfredo Landa y Francisco Rabal. Los Santos Inocentes, la novela de Delibes que hizo famoso a Delibes.A Mario, no tanto. Pilar Miró, entonces, directora general de Cinematografía, apostó por un maestro, con varios capítulos de «Curro Jimenez» a sus espaldas, «Los camioneros» ...Después de los Santos Inocentes rodó y rodó joyas, retratos de una España donde la corrupción, la especulación del ladrillo, de la banca afloraba en cada historia particular. Se jubiló en su tierra, escribió poesía e intentó llevar una «vida normal». Ha muerto, sin ruido. Un maestro del oficio del cine. Hombre de pocas palabras.