La trata de personas es la mayor vulneración de derechos humanos que puede darse hoy en día. Atenta contra la salud física y mental, la libertad sexual y de movimiento, la dignidad y el trato como ser humano y, en ocasiones, contra la vida de sus víctimas, fundamentalmente mujeres y niñas traídas a Europa para ser explotadas sexualmente.

La explotación sexual es la finalidad más común de la trata, aunque no la única, aumentando en los últimos años los casos de trata para explotación laboral.

La demanda de sexo de pago sustenta el negocio de la prostitución y la trata con fines de explotación sexual. Tres de cada diez españoles paga por servicios sexuales y más del 10 % de ellos reconoce haber tenido la percepción de que la mujer con la que estaba realizando dichas prácticas no lo hacía de forma libre.

La trata es sinónimo de dolor, de injusticia, de horror. Se alimenta del miedo y de la impotencia, se beneficia del aislamiento y del desconocimiento de la víctima de que toda persona es sujeto de derechos y digna de protección esté en el país que esté, y sea cual sea su circunstancia.

La explotación destroza la vida de muchas mujeres y niñas que cada año sufren violencia y todo tipo de abusos. Y las vemos, cada noche, en carreteras y clubes, están a nuestro lado en nuestros barrios, o en los polígonos industriales de nuestras ciudades.

La pandemia provocada por la covid-19 ha agravado durísimamente la situación de las mujeres víctimas de explotación sexual. El aislamiento ha permitido a los proxenetas y tratantes invisibilizar aún más a las víctimas llegando a dejar a mujeres encerradas en locales o clubes, obligándolas a prostituirse incluso en confinamiento, en condiciones extremas y con grave riesgo para su salud.

Hoy 23 de septiembre es el Día Internacional contra la Explotación Sexual y la Trata de Personas, y el foco ha de ponerse sobre ellos, sobre los hombres que pagan y prostituyen. Señalemos, cuestionemos, sancionemos, visibilicemos, importunemos, protestemos, porque sin ellos no hay negocio: si ellos no pagan, ellas no son vendidas; si ellos no piden, ellas no tienen que temer nunca más por su vida y la de sus hijos.

Porque existen hombres que pagan, existen mafias que negocian con vidas humanas vinculadas a ellas por grandes deudas económicas, amenazas a sus familias en el país de origen o prácticas como el vudú.

Porque hay hombres que pagan para poder tener determinadas prácticas sexuales o imponer sus condiciones, existen mujeres que no pueden elegir, moverse, decidir si quieren o no tener determinado tipo de sexo, vivir en libertad.

Porque existen hombres que pagan, eligen con quién, cómo y por cuánto, obligan a consumir sustancias o a no utilizar protección, deciden el momento incluso en medio de una pandemia, en estado de alarma y con toque de queda mientras acuden a hacer la compra doméstica o a una cita médica.

Y nuestro silencio es cómplice del sufrimiento, del delito, del dolor y de que ellos sigan pensando que tienen derecho a todo a cambio de dinero. Hay que proteger a las víctimas, reparar sus vidas y devolverles su dignidad y hay que visibilizar al hombre que paga, que sostiene este sistema, que sigue manteniendo que la prostitución es una forma de ganarse la vida; cuestionar al que tenemos cerca, en la oficina, en el gimnasio, en el fútbol, en el trabajo o una noche de copas.