El gran maestro del periodismo deportivo italiano, Gianni Brera, escribía que el juego de Fabio Capello en el centro del campo de la Juve respondía a un «sentido euclidiano». Era el modo con el que Brera destacaba la inteligencia táctica del futuro entrenador y su astucia («la agudeza de trazo») para descifrar el juego de acuerdo con los cánones geométricos del matemático griego. Introductor de decenas de neologismos, en los que adaptaba desde referencias clásicas hasta dialectales en el uso de una crónica (en «contragolpe» se inspiró en la antistrofa, la réplica en el coro de las tragedias griegas), fue su concepción científica del juego la que valió célebres polémicas en los 60 y 70 con la llamada «escuela napolitana» de periodistas deportivos, comandada por Gino Pallumbo. A diferencia del lombardo Brera, los partenopeos entendían el fútbol desde una vertiente más sentimental, más artística y no tan racional. El orden de Capello contra la luminosidad de Gianni Rivera, al que Brera tildaba de «abatino», algo así como un hombrecito elegante pero frágil. Una curiosa variante del litigio norte-sur.

Uno ve jugar a Hugo Guillamón y se imagina a Brera y Pallumbo haciendo las paces. El futbolista cerebral pero con aspecto aparentemente endeble. Por un lado el futuro ingeniero biomédico Guillamón, que domina con frialdad los espacios, con un rictus robótico, ajeno a toda expresión emocional. Por otro lado Hugo, el jugador de otra época, el clásico líbero (otro innovación léxica breriana) reconvertido a mediocentro, que rompe líneas de presión con cabeza levantada y buen pie, sin caer en el pase fácil a dos metros, pero que quizá no pasaría el corte actual de los preceptos del Big Data. Llevamos escuchando desde juveniles que no iba a ser lo suficientemente alto ni corpulento para triunfar en la élite. Pero ya lo dijo Mendilibar sobre Cucurella, otra pepita de oro que escapa al filtro de las alertas de scouting: «No es rápido, ni es fuerte… todas esas mediciones que hacemos con tantas máquinas que tenemos, ese no entra en ninguna, no lo firmarías nunca ¿Y qué tiene? Es futbolista, es listo, elige bien».

Contra el Real Madrid, cuando Mestalla entraba en combustión, Guillamón exhibió un dominio abrumador del oficio, con toda su concepción geométrica, sabiendo siempre donde estar, ofreciendo una salida limpia de la pelota ante el imponente centro del campo merengue. Con dos tipos Modric y Casemiro enfrente, congelaba las pulsaciones y aplicaba la pausa, como quien se pone a hornear un pastel en el ojo de un huracán. A la sombra de los estandartes de Carlos Soler y de José Luis Gayà, e incluso de la de su compañero de generación Ferran Torres, se está doctorando un jugador de fuste, un líder silencioso que bebe de la tradición inextinguible del 4 de siempre. Con Guillamón se estira el tiempo de Ricardo Arias, del incomprendido Miodrag Belodedici, del imperial Miroslav Djukic, del orden en la medular de Luis Milla, fiable como un metrónomo. Curiosamente, su recorrido es el inverso al de tantos talentosos jugadores que, desde las proximidades del área, encontraron una mayor riqueza y visión oceánica retrocediendo yardas, como el exmediapunta Pirlo, o Matthäus y Gullit, que acabaron sus carreras en la sabiduría de los líberos. En este Valencia en precario, la decisión de José Bordalás de adelantar veinte metros la posición de Guillamón cotiza como un invento tan importante como el telégrafo.

Mitad euclidiano, mitad «abatino», a Gianni Brera le habría fascinado y desconcertado tanto Guillamón como para concebir un vocablo que definiese su fútbol, el que debe guiar al Valencia a lo largo de esta decisiva década.