La ignorancia crece, la ignorancia se ceba en esta Españona que sorbe falacias y embaula ruedas de molino. La generación más preparada de la historia es al mismo tiempo, sin contradicción alguna, la más ignorante. Hay varios fenómenos que apuntan a esta circunstancia, como la encuesta en que un 80 % de la población asegura que los ricos no pagan más impuestos. Un despropósito que nos lleva directamente al más amargo pesimismo. Porque un 4 % de un millón es más dinero que un 4 % de medio, así que paga más, con el mismo impuesto, el que más tiene. Pero los números, al parecer, han cedido el puesto a la ideología. La mancha marxistoide, como la de Canterville, ha reaparecido, y el rico, ahora, tributa en función de la rabia que a los demás produce lo que tiene. Ya no es un ciudadano adinerado, sino un cochino acaparador que no reparte. Ha vuelto el 17 ruso, la carnemomia bolchevique y leninesca, rehidratada con el suero de la ignorancia y galvanizada con la chispa de la envidia, para que resurja el primitivismo y la lucha de clases. Adiós a la igualdad en la racionalidad. Llega el comité y el politburó; llega la junta popular —los vecinos amotinados, con los bieldos en alto—; llega de nuevo, inexplicablemente, cuatro generaciones después, la segunda republicona, esta vez sin disfraz de libertad y democracia, para exigir a grito pelado el expolio de los propietarios —como halago al populacho— y realizar a tapujo limpio el acoso a la Iglesia católica —verdadera y única meta de todos los comunismos—. El espíritu crítico agoniza, y en su ausencia prolifera la irracionalidad, el mito, la fantasmagoría y la cara dura. El rico, que venía siendo un congénere más o menos generoso, adquiere rasgos vampíricos, parasitarios e infrahumanos. El soviet, la comisión, el garito lo acusa de originar todos los males y pide para él un trato especial, una condena fiscal, un impuesto a medida, un sablazo ejemplar. Que pague más. Que suelte la pasta. Que nos ceda su casa y ahueque. Desde la negra espelunca de la ingeniería social se vuelve a demonizar al rico —corrupto, explotador y chafacuellos por designio cupulotruenista—, y entre la garullada inmensa que forman los ignorantes arraiga enseguida la demonización, la ingeniería, la patraña y el trotskismo.

Queda guay la flámula tricolor, la pulserita, la inclusividad, el enseñaculismo, el empoderamiento y la politicorrección. Un ebau de catorce y un carrerón ‘despiporrerasmus’ delante, y detrás una ignorancia clamorosa, una cultura de series, ‘best-sellers’ y cine subvencionado —una mentalidad gregaria y cobarde—. Los llevan, tan ‘preparados’ como están, al mismo huerto que llevaron a sus bisabuelos, con una diferencia bochornosa: que aquéllos, muy inferiores académicamente, se dejaban engañar a cambio de satisfacer inquinas y rijosidades, mientras éstos, con todo su titulamen, siguen la corriente a cambio de nada. Tiran del carro, sirgan como posesos, se afanan en pos de la caja libertina, consumista, pizpireta y vacía que les venden. Tanto que saben y les endosan, con menos esfuerzo que antes, la misma burra matalona del 31. El detalle que Ortega no previó es que la masa rebelada chorrearía másteres y doctorados; que la vulgaridad exudaría sobresalientes; que la ignorancia extrema saldría, como ha dicho ‘nosequién’, de las universidades.

Han apelado a la envidia tradicional, a las pasiones elementales de toda la vida, y les han vuelto a timar con el cuento de los ricos y los pobres. Gente sin principios y con poco estudio ha convencido a gente bachillerísima, ingenierísima y tituladísima de que los ricos no pagan más. Y nosotros aterrados por el cambio climático.