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Marcborras

La era de los extremos

Durante los primeros años de la Transición los parlamentarios evitaban utilizar la palabra «democracia», seguramente para no soliviantar a los todavía numerosos defensores del franquismo, a su vez oportunamente llamados «continuistas». Lo constataba un estudio de Javier de Santiago sobre el léxico político de la Transición española. Se hablaba entonces de ruptura o reforma. En cambio, el vocabulario político del momento se pobló de términos proactivos que facilitaran la convivencia: concordia, reconciliación, distensión, entendimiento y, sobre todo, consenso, «el gran descubrimiento de la Transición democrática», según Santiago. Más de cuarenta años después las tornas han cambiado radicalmente: ahora todo el mundo se llena la boca hablando de democracia, pero nadie se atreve a defender argumentos consensuales. Al contrario: quien consensúa, aquel que pacta, el que se atreve a defender el diálogo, ese es tildado sin contemplaciones de traidor.

No hay una única razón que explique este clima de polarización política, pero seguramente empezó con la caída del Muro de Berlín, un hecho altamente simbólico que dio la puntilla a una idea que había marcado la política mundial durante décadas: que existía una alternativa al capitalismo. No es extraño que fueran precisamente un laborista y un demócrata (Blair y Clinton) quienes en los noventa rubricaran las políticas neoliberales iniciadas una década antes por Thatcher y Reagan. Ahí se desvaneció el principal leitmotiv que diferenciaba derechas de izquierdas: la organización económica de la sociedad. Ese consenso tácito en materia de gobernanza económica que comparten ahora la Unión Europea y la China comunista es lo que regula y coordina la política internacional. Ni siquiera la crisis financiera del 2007 socavó sus cimientos.

Pero en democracia la —legítima— lucha partidista debía continuar y la propia lógica electoral obligaba a los partidos a buscar nuevas maneras de diferenciarse unos de otros. Y los valores ocuparon todo el espacio vacante, lo que ha propiciado una intensa moralización de la política. No es que esos valores no existieran antes o no tuvieran relevancia política, sino que ahora se expresan y defienden de forma maximalista. Para unos la legislación sobre el aborto o la eutanasia ataca sus principios religiosos, que según ellos también deberían tenerse en cuenta, mientras que para otros hacerlo conculcaría la neutralidad axiológica (no otra cosa es el laicismo) de la democracia liberal. Porque la democracia es —o debería ser— intrascendente, es decir no fundamentada sobre ningún principio ajeno al plano inmanente, contingente, histórico y hasta coyuntural. Pero esa intrascendencia de iure se suple de facto convirtiendo a las constituciones en nuevos textos sagrados, con sus exégetas autorizados, su casta sacerdotal y los dispositivos cultuales propios de toda palabra revelada. Por eso cuando los valores irrenunciables ocupan el centro del escenario público ya no sirve dirimir las divergencias por medios plebiscitarios, sino que se confía en instancias hermenéuticas como el Tribunal Constitucional, que no solo ha esclarecido la diferencia entre alarma y excepción, sino que tiene pendiente de resolución una recua de temas moralmente relevantes y políticamente candentes, desde el aborto hasta el matrimonio homosexual, pasando por la eutanasia y hasta el uso del bable en el parlamento asturiano.

Vivimos en la era de los extremos. Así tituló Eric Hobsbawm su historia del siglo XX. Pero nos equivocaríamos si pensáramos que es algo exclusivo de nuestros días. En realidad la confrontación de ideas —es decir ideológica— es santo y seña de la modernidad. Empezó con las guerras de religión que asolaron Europa en los siglos XVI y XVII. La idea de tolerancia nació precisamente entonces para evitar que seguidores de un mismo Dios se mataran unos a otros encarnizadamente. Tolerancia quiere decir convivir con mi adversario antes que convencerlo. La pluralidad de opiniones es un principio nuclear de la modernidad, pero esa confrontación fue cruda y violenta durante siglos: enfrentó a filósofos contra apologistas en los siglos XVII y XVIII, a liberales contra conservadores en el XIX y a totalitarios de uno y otro signo contra demócratas a lo largo del siglo XX. Sólo después de la Segunda Guerra Mundial la democracia liberal, imperfecta y por tanto siempre perfectible, se impuso como la mejor de las formas de garantizar la coexistencia pacífica de opiniones antagónicas.

Pero esa convivencia se consigue, inevitablemente, al precio de no dejar completamente satisfecho a nadie. A todos nos parece que se viviría mejor en un mundo donde nuestras ideas fueran las únicas de curso legal, pero sería un mundo irrespirable para la otra mitad. La democracia liberal es, pues, intrascendente por principio e insatisfactoria por definición. No parecen calificativos muy halagüeños ni demasiado grandilocuentes. Y, sin embargo, es lo mejor que puede decirse de ella: un sistema democrático de calidad sería aquel que dejara razonable o aceptablemente insatisfechos a unos y otros. No solo a unos, por supuesto. Ni evidentemente tampoco a todos, porque eso la haría insostenible e insoportable. La democracia liberal puede ser poco épica, demasiado farragosa, exasperantemente procedimental incluso. Pero es útil. Y, como esos electrodomésticos antiguos y pasados de moda que conservamos en casa porque siguen cumpliendo modélicamente su función, deberíamos conservarla cuidadosamente hasta que no encontremos una nueva versión mejorada. Recordémoslo antes de ponerla en solfa unos, que la quieren más autoritaria, y otros, que la prefieren más directa. Recordemos lo que nos costó dar con la fórmula que permitiera que personas que piensan de manera muy distinta sobre casi todo convivamos sin dañarnos. Demasiado.

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