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Hacía años que un concierto, como el que dedicó la semana pasada el quinteto Spanish Brass a Frank Zapa, no me hacía vibrar hasta el punto de olvidarme de dónde estaba. Exactamente desde 1990 cuando, en ese mismo claustro de la Universitat de la calle de la Nao, se presentó la joven promesa catalana Lydia Pujol, acompañada por una jovencísima acordeonista con aire de no saber qué estaba ocurriendo. 

Su repertorio consistió en un puñado de canciones sefardíes, inteligentemente traducidas, que Lydia interpretaba como si formara parte de la jerarquía angélica judía, entrando en un misterioso trance, enfundada en un abrigo que recordaba las imágenes del gueto de Varsovia. (Luego supe que la elección de aquella prenda no era del todo intencionada: como el mítico jersey negro que distinguió a Juliette Greco, tampoco ella tenía dinero para optar por otro vestuario).

No me pregunten por qué ella y yo acabamos desayunando al día siguiente en la terraza de un bar. Sí recuerdo bien que, cansada de elogios, me preguntó si creía que debía dedicarse al mundo de la canción o tomar otro camino. Le dije que no podría dedicarse a otra cosa porque parecía predestinada a meterse en el alma de otros y a darles una nueva vida. Más que mi discurso, lo que la convenció para seguir fueron dos frases escritas en un papel que encontró en ese momento tirado a sus pies y que interpretó como una señal.

Pujol está ahora en posesión del alma de una de las mujeres de la canción española más opuesta a lo que se conoce como ‘diva’. Que después de viajar por todo el mundo con su padre, un militar y embajador muy estimado por Franco, descubrió que su país de origen, España, estaba lleno de incongruencias, hipocresías y falsedades. 

Evangelina Sobredo, Cecilia de nombre artístico, era claramente antifranquista. Pero esa no fue la clave de su éxito ni su clave para comunicar con todos. Sus canciones se apartan de los protagonistas mediáticos, culturales, políticos, familiares o religiosos. Pone el foco en personas comunes, se pregunta quiénes somos, qué pensamos, cuáles son nuestros deseos. Nada tiene que ver nuestra naturaleza íntima con nuestra capacidad de transmitir algo a través del tiempo. La historia está llena de bobos victoriosos y de genios derrotados. 

El caso de Cecilia es, por tanto, extraordinario. Ella nunca sabría si la democracia española consiguió derribar a esos personajes siniestros de nuestra sociedad y nuestro estado, que siguen aún amigos, sin enfrentarse. Falleció en 1976 y su espíritu se ha mantenido cristalizado, sin mancha. Nunca vio a los marxistas cansados, de los que surgieron jóvenes promesas de un futuro que se amoldó a lo que viniera. Ni la política que sepultó los problemas antes que resolverlos, la domesticación de la inteligencia crítica. 

Aunque algunas letras de sus canciones fueron censuradas, Cecilia no hizo canción protesta. No es lo mismo decir lo que ves, lo que piensas, que protestar con intención de gobierno. Tampoco parece que le interesara convencer o tener razón: la adhesión auténtica a una idea va más allá de una motivación psicológica o social. (Por eso, mientras la izquierda aún sigue esperando una revelación, la derecha sabe que no se trata de inventar nociones nuevas, sino de autentificar las existentes). 

El mensaje de esta cantante nos sigue llegando alegre y sin envejecer, con su cruda sencillez. Las dolorosas cargas de profundidad del ramito de violetas, cantadas como en un juego. Las damas que alaban la pureza de puertas afuera. Las solteras, sus soledades. El soldadito de plomo que muere por un general de madera. Nuestra España, pueblo de palabras, de piel amarga y dulce de promesas.

Visiten y dialoguen de nuevo con esta cantante que nos dejó un interesante legado: nunca nos prometió un futuro distinto del que ella misma soñaba, ni un presente eterno. Por eso podemos escucharla con la lucidez de un lenguaje común, el que no pertenece a ningún gremio.

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