Las narraciones históricas nos retrotraen miles de años cuando hablan de guerras en las que uno de los objetivos prioritarios era la conquista de territorio. Mayor espacio significaba más suelo de uso agrícola o ganadero y mayor población para la recaudación de impuestos y la formación de ejércitos. Significaba disponer de ciudades que, en sus calles, mercados y puertos, daban vida a la manufactura y al comercio, posibilitando la expansión de las urbes y el excedente de riqueza necesario para competir en grandeza arquitectónica y mecenazgo artístico.

El paso de los siglos condujo a una especialización del espacio más amplia, tras la concentración de actividades concretas en territorios urbanos. Surgieron los distritos industriales y, más tarde, las primeras aglomeraciones turísticas; se expandieron las áreas comerciales en las ciudades, en ocasiones dispuestas de forma que cada gremio o sector contara con calles propias que agrupaban una gama concreta de productos. Nacieron los distritos de negocios, atrapando en sus vías a empresas financieras y de diversos servicios especializados. Y, más allá del marco urbano, un caleidoscopio de cultivos ordenados en explotaciones de especies arbóreas, de frágiles hortalizas y de extensos pastos.

La anterior evolución del espacio nos conduce al actual reconocimiento de nuevos cambios. Entre éstos, la generación y concentración de riqueza en espacios muy reducidos, tanto nuevos como tradicionales. Así sucede en Londres, con un distrito financiero que, por sí solo, aporta el 8 % del PIB británico. Así ocurre en un puñado de áreas metropolitanas y urbanas de Estados Unidos, alimentadas por la localización y expansión de las empresas tecnológicas. Así lo vemos en capitales que, como Madrid, ha logrado alinear la presencia del poder político, económico, cultural y del tercer sector. Una concentración de empleo cualificado, renta y demanda fidelizada de bienes y servicios que sigue una estela acumulativa. Por ello, la consecuencia más perniciosa de tal proceso no reside únicamente en el abandono de las pequeñas poblaciones y aldeas: se halla en la enorme dificultad de frenar ese alud que se retroalimenta, absorbiendo nuevas energías procedentes de otras geografías.

En nuestro tiempo, la reorganización del territorio ha abarcado una segunda plasmación. Con las actuales tecnologías de la información (TIC) se han deshecho las anteriores raíces territoriales. Se puede pensar en las empresas que trasladan su producción a otros puntos del planeta; pero, junto a este fenómeno, de gran visibilidad en los años felices de la globalización, surge la deslocalización de los intangibles. No esperemos que nuestros profesionales dispongan de mercados ventosa, territorialmente próximos. El personal de asistencia al cliente, los diseñadores de cualquier otro país, sus profesores, ingenieros, contables, estadísticos o programadores han pasado a formar parte de un mercado sin fronteras. Bajo estos supuestos, algunas de nuestras percepciones pierden su razón de ser. La atracción de empresas de otros países o regiones ya no requiere, necesariamente, la existencia de suelo industrial. Los servicios se sirven más de oficinas y ‘lofts’ que de naves y muelles de carga. Más de empleados formados en áreas susceptibles de evolución y cambio que de trabajadores ceñidos a una especialización laboral enfajada.

A los cambios anteriores le acompaña la organización internacional de la producción, en especial de bienes complejos. Las cadenas de valor son racimos de empresas integradas para contribuir a un fin común. Puede ser la fabricación de un automóvil, de un teléfono móvil o la obtención de una revista científica: incluso, en este caso, la edición, revisión, maquetación e impresión puede encontrarse distribuida en varios países. Al fin y al cabo, salvo en su fase final, de nuevo nos encontramos con intercambios de ‘bits’. Puede que, en algunos casos, las cadenas de valor, tras lo observado durante la covid, queden afectadas por un nuevo enfoque que prime la proximidad como garantía de un suministro sin rupturas. No obstante, en este proceso de reordenación parece ganar mayor peso la protección por los gobiernos de tecnologías sensibles que las rupturas de stocks temporales.

Un cambio más en la reconsideración del espacio tradicional nos lo ha proporcionado Dinamarca, tras el nombramiento de un embajador que representa al país ante las grandes empresas tecnológicas. Con ello se ha elevado el rango oficial de los ‘radares’ que otros países, como Corea, tienen localizados en Silicon Valley u otras zonas de alta densidad innovadora; pero, simultáneamente, se asoma la sombra de una distopía: ¿existirán futuras naciones empresariales, si continúa la concentración del poder económico estimulado por las nuevas tecnologías y la distancia entre los saberes del gobierno y los de aquellas firmas? Y una segunda pregunta, con algún tinte existencial: ¿seguirá teniendo base el patriotismo histórico que se aferra al territorio propio como gran ADN de la nación? ¿Lo tendrá ante el espacio digital que avanza o ante los lugares físicos cuya valía futura dependerá de su sensibilidad ante el cambio climático?