Inmerso en mis últimas lecturas estivales dedicadas a los libros de viajes, a los que mi padre dedicó múltiples trabajos, y a los que irá dedicada íntegramente su biblioteca de Jávea, he tenido ocasión de enfrascarme en la lectura del magnífico ensayo del profesor italiano Attilio Brilli, Cuando viajar era un arte. La novela del Grand tour.

Al acabarlo he tenido la grata sensación de haber viajado, como los antaño viajeros de pupitre, por toda la Europa del siglo XVIII, sin haberme movido de la villa alicantina. Pero también he experimentando la tristeza de que ver como nuestro país no aparecía citado en ninguna página de la obra ¡Qué gran oportunidad perdimos en el XVIII de situarnos en la modernidad europea!

Mientras los hijos de la nobleza inglesa y gran parte de la intelectualidad europea recorrían la Europa del Siglo de las Luces, Francia e Italia principalmente, para adentrarse en el mundo de las bibliotecas, librerías, museos, gabinetes científicos, academias y tertulias ilustradas, nuestro país alardeaba de una presunta modernidad que no atraía a los viajeros europeos.

Razones ideológicas y culturales nos alejaban de ellos, situándonos como señalaba Edmund Burke como una ballena varada en los confines de Europa. 

Tal reflexión me viene al caso de la tan necesaria internacionalización cultural de un país o de una comunidad para su progreso futuro. Y es que la cultura constituye, según el geopolitólogo de cabecera Joseph Nye, un soft power, un poder blando que bien utilizado puede servir para posicionarse en la esfera internacional.

O lo que es lo mismo, la cultura es un elemento estratégico más, que diferencia a países como Francia o Reino Unido, con una clara vocación de expansión cultural internacional. 

Descendiendo a la Comunitat Valenciana siempre he defendido que el localismo no está reñido con la internacionalización. Pero el problema es cuando nos quedamos solo con lo primero, pensando que lo segundo ya nos vendrá por ciencia infusa.

Nada más lejos de la realidad, la diplomacia cultural, base de la diplomacia pública, requiere del despliegue de una acción cultural exterior, que sitúe a nuestra ciudad en el circuito internacional, y que permita a nuestros agentes culturales conectarse con las principales redes culturales europeas. 

En los últimos meses he asistido a acontecimientos que desmantelan la internacionalización de la ciudad, o cuanto menos, claman por la falta de proyección internacional. Uno de ellos, el cierre del Instituto Francés de Valencia, y el otro, que me cogió a contrapié, la instalación de una sede del Museo Thyssen en Alicante, antes que en València ¡Chapó por Alicante! que, como hace ya años Málaga, parece haber apostado por la internacionalización cultural, y que ha hecho de esta última un referente cultural mundial, al concentrar las sedes del Museo Picasso, Hermitage, Pompidou y Thyssen.

¿A qué espera València a seguir el mismo rumbo? Nada es fácil pero todo es comenzar. La dársena marítima dispone de contenedores, sin coste alguno, como el edificio modernista y abandonado de Demetrio Ribes, que podían acoger museos y colecciones de carácter internacional. Bilbao cambió su fisonomía con el Guggenheim, Marsella hizo lo propio con el MuCem, y Santander acaba de inaugurar el Museo Botín de Renzo Piano. Pero todo eso requiere de visión internacional. 

Los partidos ahora se enzarzan por la Copa América de vela. Un acontecimiento deportivo efímero. Me gustaría verlos disputarse las grandes sedes de los museos internacionales, que es lo que queda y lo que disfrutaran las generaciones futuras. Albergar instituciones de prestigio cultural en la ciudad es dotarla de unos servicios que harán de ella un foco de referencia turística, no solo de sol y playa, sino de un turismo internacional de excelencia, que mejorara el aspecto de la ciudad en todos sus sentidos.

La apuesta por la internacionalización cultural no es una entelequia, sino que puede ser una realidad. Tan solo hace falta convicción y acción. Europa nos ofrece infinidad de oportunidades, pero hay que salir a buscarlas. El europeísta C. Nooteboom lo deja muy claro en su libro Cómo ser europeos, «La moneda común, la única rigurosamente intercambiable entre todas las naciones, grandes o pequeñas, es la cultura».  

Hagamos pues de esta moneda un emblema de la Comunitat Valenciana, para que sea una escala obligada del turismo cultural del siglo XXI, como lo fueron aquellas ciudades del Grand tour dieciochesco, París, Viena, Venecia, Roma y Nápoles, surcadas por viajeros que ansiaban saciar sus apetitos culturales.

Contamos con los mimbres necesarios para hacerlo posible, sin despilfarros ni aspavientos, tan solo necesitamos de la inquietud de los gestores para llevarla a cabo. Es la hora de València, de mirar más allá de su cultura local. Es la hora de la internacionalización. Es el momento del Grand Tour del siglo XXI.