A Giuliano Cifariello, romano valenciano.

En via Monserrato, fuera del recinto Vaticano, nos aguarda el sepulcro de los Papas Borja, de los que Joan Francesc Mira nos cuenta, «Borja Papa». Es la València romana de la que también nos habla, Josep Vicent Boira en, «Roma i nosaltres», y que, a menudo, podemos encontrar paseando por el Carme, como haciéndolo por el Trastevere. No se trata solamente de una ciudad fundada sino también historia compartida; por ejemplo, la via Ruggero di Lauria, en Roma, la encontramos igualmente honrando al navegante calabrés, muerto en Cocentaina, Roger de Lauria, calle en València.

Nuestros poblados marítimos, en el Grao, vienen a ser lo que para ellos es, Ostia, pueblos marineros enclavados entre salinas lindantes, tierras inundadas o albuferas próximas. Sus gentes, marinos o agricultores, en su mayoría, no logran desprenderse de ese apego al mar o a la tierra, que el desarrollo de la industria no ha logrado desnaturalizar. Y, en ambos casos, se muestra la religión, con formas paganas de practicarla; la diversión, con la manera grotesca de celebrarla; y el trabajo, con un modo lúdico de entenderlo.

Llegados a la política, las elecciones inundan calles y plazas en un ambiente festivo y desenfadado, esquemas de antaño, nueva nomenclatura, en la que la crispación parece ha quedado afortunadamente de lado. Es el «aggiornamento» de la política italiana a la realidad actual, con pretendida originalidad y similar resultado, ante lo cual los romanos muestran su tradicional escepticismo, como aquí.

Pero es en el fútbol donde vuelven a exaltarse los ánimos. Es en el «calcio». Enric González, después de escribir sobre Nueva York y sobre Londres, donde estuvo como corresponsal periodístico, lo ha hecho también sobre Roma, y ha tenido que hacerlo sobre el mundo del fútbol. Por algo será, con obtención Italia de cuatro campeonatos mundiales, y a punto de lograr un quinto, ante Brasil.

Nunca pensé que el fútbol tuviera allí tanta importancia familiar. Casi tanta como la «mamma». Hoy solo cabe entender Nápoles recordando la presencia de Maradona; o a Cagliari, en Cerdeña, por su extremo Gigi Riva; o a Génova, y a la familia Doria, de la Sampdoria; o a Milán y Turín con sus poderosos clubs, y las conexiones empresariales y políticas; o al Verona de la «derecha» y al Livorno de la «izquierda»; y también, cómo no, a la Roma y a la Lazio, dos mundos sociales y sentimentales, en una misma ciudad, pero distintos, cual Valencia FC y Levante UD.

Roma se tiene todavía por la capital del mundo. Afirma Rafael Chirbes que París es la capital del XIX y Nueva York del XX. Pero los romanos entienden que Roma es la capital eterna. Para el romano -que hasta hace poco incluía el nombre íntegro de su ciudad en las matrículas de los vehículos- no hay solución de continuidad entre su pasado y su futuro, y para muestra ahí tienen al Vaticano, que se suma a la prueba de eternidad y acrecienta su trascendencia con miles de iglesias distribuidas por toda la ciudad, con voluntad inequívoca de permanencia. Así, Fellini, en su visión cinematográfica de «Roma», acabaría el film con el desfile de modelos en el Vaticano y, a continuación, los «scooters» rodando por las calles desiertas de una ciudad espléndida, apenas iluminada, pero magnífica.

Sus muros están, como algunos de los nuestros, descascarillados; sus calles, con luces escasas, mientras las nuestras llegan a deslumbrar; y las basuras, en ocasiones, acumuladas, junto a las estatuas características de los «bustos parlantes». Así es Roma. Ciudad que se sabe poderosa y creativa, que se muestra ortodoxa y libertina, donde reposan Calixto III y Alejandro VI, y donde convivieron y fueron enterrados Keats y Shelley. Donde es fácil reencontrarse con la ciudad de la que uno quisiera ser, y de la que uno, un poco, es. Pues València no deja de ser una ciudad romana, como Roma es, también, València.