Hace unos años acudí al tanatorio para acompañar a un amigo que acababa de perder a su madre. Era un tanatorio grisáceo, de polígono, y con una arquitectura neutra y vacía que le facilitaba pasar desapercibido entre fábricas de madera, algún taller y muchas naves de productos de importación asiáticos. Junto a él, unas vías camufladas entre altos muros de cemento dejaban partir, cada cierto tiempo, el silbido de un tren de Cercanías que antaño había pasado con mucha más frecuencia de lo que lo hacía ahora. Falta de presupuesto, dicen.

Al llegar al tanatorio nos fuimos a la máquina de café y, entre perplejo y consternado, mi amigo me preguntó a bocajarro si yo pensaba que hay mensajes que pueden llegar después de la muerte. Le pedí que me precisara más su duda, y entonces me lo contó. Estaba en el trabajo cuando recibió la llamada de un conocido de su pueblo, policía local, para explicarle con suavidad y sus mejores palabras que esa mañana habían atendido un aviso en la calle del Calvario, en la casa familiar de mi amigo, una vivienda de pueblo de dos alturas con una gran puerta de madera en el frontal por la cual, antaño, entraba el carro al volver de la larga jornada en el campo.

Estaba en el trabajo cuando recibió la llamada de un conocido de su pueblo, policía local, para explicarle que esa mañana habían atendido un aviso en la calle del Calvario, en la casa familiar de mi amigo.

Cuando llegó el agente, la ambulancia ya había tomado posesión del lugar, rodeada de vecinos curiosos, y su luz azulada rebotaba en balcones y farolas. Al parecer, a su madre se le había parado el corazón mientras regaba unos geranios que tenía en el corral y había caído fulminada. Solo le dio tiempo a apretar el botón de la teleasistencia. El agente le dijo que lo sentía, el silencio volvió al teléfono y a mi amigo se le rompió el corazón.

El teléfono móvil, ese gran contenedor de afectos y desafectos. Getty Images

Salió del trabajo corriendo, me explicó, y avisó a su hermana, que no sabía nada. A partir de ahí ya se sabe: el juez, el retén fúnebre, llamar a los familiares, la esquela, la iglesia, pedir los días de permiso e intentar empequeñecer una información que había explotado como un coche bomba en todo su ser. Empequeñecer para integrar.

'Enrique, cariño'

Pasaron las horas y los trámites y entonces, justo entonces, sucedió. Un mensaje de voz se coló entre ese barullo con un pitido fuerte y chirriante. ‘Mensaje de voz de mamá’, se podía leer. El vuelco de corazón y la angustia en la garganta fue todo uno durante unos instantes. ‘Mensaje de voz de mamá’ volvió a leer. Con manos temblorosas marcó el número del contestador y se acercó el teléfono al oído: ‘Enrique, cariño, a ver, que nunca te encuentro. Cuando tengas un momento llámame porque tengo que saber si vas a venir el sábado a comer o qué vas a hacer al final. Es que si vienes compraré para hacer una paella pero si no, yo me apaño con lo que tengo, que me hice hervido el otro día y me sobró. Otra cosa, Enrique, que si no se me olvida, apúntatelo tú: el martes tengo cita en el ambulatorio. ¿Tu me podrías acercar? Ale, un beso’» y el sonido de unos besos en el auricular.

Desde ese momento, me contó mi amigo, había escuchado el mensaje en bucle hasta 33 veces y su mayor angustia ahora era borrarlo por error, que se perdiera en el ciberespacio para siempre y con ello perder la voz de ella también. Lo escuchaba por la noche al dormir y al levantarse por la mañana. Tenemos fotos de nuestros seres queridos, en papel o en digital, pero, ¿quién conservará su voz en nuestra memoria cuando ya no estén? La pregunta que me hizo al inicio del café se quedó sin respuesta y los dos, con el corazón encogido, regresamos a la sala número 7, la de la tía Amparo. Allí nos sentamos y, en silencio, pusimos de nuevo el contestador. ‘Enrique, cariño...’.