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Bond, Coronavirus Bond

“Sin tiempo para morir”: el Bond más esperado y el adiós de Daniel Craig

En un documental sobre la historia del séptimo arte en España, Fernando Trueba decía que el cine «te deja ver una sociedad de una manera que no te lo permite ninguna otra forma de expresión: ves al taxista y al que tiene un bar en la esquina, al guardia de tráfico, al juez y al abogado, al lameculos y al funcionario. Y todo eso está en el cine. El cine te da toda esa información». El cine es, «de todas las artes, la que le gana la batalla al tiempo. Porque el cine fabrica presente». Eso lo pudimos comprobar hace poco en el MuVIM cuando proyectamos una selección de las películas de Berlanga con las que se podía revivir —casi tocándola con los ojos— la España de los años 50 y 60 con una verosimilitud y atención al detalle que jamás permitiría una monografía académica.

Otro tanto sucede con las películas de la saga Bond: desde que se estrenó Dr. No en 1962, cada nueva remesa reconstruye la utillería mental con la que interpretamos el mundo en ese momento. La particular relación que se establece en la mitología 007 con la técnica permite detectar los temores ambientales: en el universo bipolar que pergeñó Ian Fleming —el de la Guerra Fría— el mal siempre se sirve de la tecnología más novedosa y sofisticada para dominar la Tierra. En aquel ya lejano 1962 esa tecnología era, obviamente, la nuclear. No en balde el miedo a la extinción de la especie humana por los usos militares de la energía atómica no solo permeó la imaginación de medio mundo sino que condicionó la política internacional hasta la desaparición de la Unión Soviética.

Pero en esta última entrega de la serie Bond esa arma potencialmente mortal ya no es atómica, sino biológica. Un agente infeccioso. Un trasunto del virus. Y no deja de ser curioso porque, aunque se estrene ahora, la película se rodó en 2019, justo antes de la pandemia que paralizó el mundo. Eso quiere decir que ya antes de la irrupción del SARS-CoV-2 los nuevos temores del mundo tenían forma pandémica. Y es que la de la infección es la metáfora perfecta de la última modernidad. Atraviesa todas las capas del imaginario social, incluido por supuesto el de la política, dominado por la idea y el miedo al contagio. En las dos últimas décadas ha revivido la idea organicista de la sociedad, nacida a finales del siglo XIX. Por eso parece normal pensar que, como todos los cuerpos, también el cuerpo social necesita ser protegido de patógenos externos que amenazan su salud. Y no hay agente externo más dañino que el inmigrante: su religión, sus costumbres y hasta sus atuendos diferentes podrían contaminarnos. Su creciente número es visto como una auténtica infestación, una plaga que acabará con nuestra forma de vida. Pero no sólo los inmigrantes propagan enfermedades sociales. También las ideas pueden resultar perniciosas, especialmente las ajenas. Algunas de ellas, convenientemente inoculadas durante el periodo de escolarización, pueden convertir a nuestros jóvenes en homosexuales, promover el comunismo, debilitar el necesario vigor patriótico o quebrantar nuestras más recias tradiciones.

Pero últimamente el cuerpo Bond también se ha visto afectado por otro virus, el del amor. Esta última entrega vuelve a subrayar las inseguridades que ya acosaban al personaje desde que lo protagoniza Daniel Craig, especialmente la crisis de la masculinidad y el emergente papel de la mujer, que ya no desempeña un rol tan secundario respecto al macho alfa por excelencia. Bond duda, Bond ama, Bond sufre. Hasta acude a terapia. Bond, en definitiva, está desubicado y no encuentra su lugar en un mundo donde los antiguos referentes han naufragado: ni ser hombre es lo que era ni el enemigo se encuentra donde estaba.

La incertidumbre siempre emerge en ese espacio ambiguo situado entre un mundo antiguo que no acaba de morir y uno nuevo que todavía no ha nacido. Ese mundo es el nuestro. Y también tiene un fiel reflejo en la película, donde aún menudean los referentes clásicos: los malos hablan ruso o tienen apellidos eslavos y hasta se rescata la antigua iconografía comunista, pero ya sólo como parte del decorado, no de la trama. Como esa imagen del Che Guevara que aparece en el fondo de una secuencia de acción como un elemento más del atrezo. Son viejas inseguridades que se suman a las provocadas por la pandemia y que hacen del viejo Bond, en definitiva, una víctima más de estos tiempos inciertos, de esta nueva normalidad y sus tantos desasosiegos.

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